Una nueva etapa se abre en este tiempo para nuestra querida Argentina. Quisiera invitarlos a reflexionar acerca de los deseos y anhelos que pueden motivarnos a asumir como gente de empresa la tarea a la que Dios hoy nos llama: ¿Qué esperamos?, ¿lo hacemos con esperanza?, ¿podrá algo evitar que no nos frustremos una vez más? Toma-remos como punto de partida un pasaje del Evangelio donde Jesús supo dar esperanza a quienes ya no la tenían.
La multitud escuchaba con asombro las palabras de Jesús: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos…” (Mt 5,3ss). El nuevo maestro provinciano les hablaba de lo que tanto deseaban, la felicidad, pero lo hacía de un modo diferente. Hasta entonces habían sentido que, al menos para ellos, ese era un deseo inalcanzable. Ahora, su corazón se llenaba de alegría al escuchar que la promesa era de Dios y les estaba asegurada. La certeza de que su anhelo de plenitud se podía hacer realidad se hacía tan grande que el gozo anunciado se anticipaba al presente.
Los pobres de espíritu y los que tenían paciencia, los afligidos y los que luchaban por la justicia, los que tenían un corazón misericordioso y puro, los que trabajaban por la paz, veían renacer su esperanza. Habían descubierto que podían ser felices incluso en medio de los insultos, las calumnias y las persecuciones, cuando el motivo de esos sufrimientos estaba en el haber elegido ser discípulos de aquel que les hablaba y practicar su justicia
Los veinte siglos que han pasado desde que Jesús proclamó las bienaventuranzas no han hecho envejecer sus palabras, ni tampoco nuestra necesidad de escucharlas. Muchas veces, frente a las diversas experiencias que hemos ido atravesando, sentimos que poco a poco la esperanza nos fue robada. O descubrimos que se nos perdió por el camino y ni siquiera sabemos bien dónde o cuándo sucedió.
A todos nos urge dejar que el Hijo de Dios hecho hombre nos anime a confiar en el cumplimiento de las promesas del Padre, a recuperar la certeza de que podremos ser felices. Pero, además, necesitamos dejar que el Señor nos ayude a profundizar su revelación porque es posible que, si tantas veces nuestra esperanza se nos ha deshecho entre las manos, haya sido porque no estaba sustentada en bases sólidas.
Tal vez no esperamos lo que realmente necesitamos o no sabemos esperarlo. Tal vez esperamos algo de quien no puede dárnoslo o no aguardamos el tiempo suficiente para alcanzarlo. Y esperar mal, nos hace perder la esperanza.
¿Qué podemos esperar? La felicidad, plena y absoluta, pero sabiendo que recién llegará al final del camino. Mientras tanto, necesitamos reconocernos peregrinos. La esperanza reconoce en el bien que anhela, un bien futuro. En el camino podemos ir des-cubriendo muchos signos que anticipan lo que será la llegada. Por ese motivo, no debemos absolutizar el presente ni caer en la dictadura de la inmediatez. Creemos en el proceso. No nos enfocamos solo en lo que falta con tristeza o frustración, sino que nos afirmamos en la convicción de que Dios nos irá ayudando a alcanzar todo lo que necesitamos. De este modo, lo ya logrado será verdadero motivo de alegría porque es anticipo y garantía de los inmensos bienes futuros que nos concederá.
¿Cómo debemos esperar? Con paciencia, pero siempre entregados a la acción. Somos constructores del Reino que nos aguarda y debemos asumirnos como protagonistas de nuestra propia historia. La esperanza solo se enfoca en lo posible, pero asumiéndolo como arduo. Los caminos que el Señor nos marcó no son un peso, una carga o una obligación. Son la misión que Él mismo nos ha confiado. Aunque a veces parezcan difíciles y hasta imposibles, si nos animamos a recorrerlos iremos descubriendo que Dios nunca nos abandona y asume la tarea con nosotros. Muchos resultados, positivos o negativos, solo serán parciales. Si hacemos nuestra parte, el objetivo final será puesto a nuestro alcance oportunamente.
El hecho de que Cristo nos salvó al morir en la cruz, cuestiona nuestra búsqueda de comodidad y seguridad, y nos llama a la con-versión. Dios quiere que cada uno de sus hijos sea tratado según su dignidad: que todos puedan disfrutar del trabajo y el pan, la educación y la salud, la seguridad y la asistencia que necesiten. Para lograrlo nos hizo administradores con medios y capacidades que tenemos que emplear dejando toda excusa de lado.
¿Quién puede darnos lo que más profundamente esperamos? Sólo Dios. Nadie más sabe cómo nuestro creador qué puede hacernos absoluta y eternamente felices.
Y nadie más es omnipotente para poder hacerlo. Por otra parte, sabemos que como virtud teologal, la esperanza tiene en Dios su origen y meta, es don del Señor para impulsarnos a ir a su encuentro. Sin embargo, una y otra vez, endiosamos personas, proyectos e ideologías humanas y hasta utopías. Tarde o temprano descubrimos que nada ni nadie, fuera de Dios, es perfecto, y fracasadas nuestras expectativas, nos desanimamos.
A veces, fantaseamos con que todo se logra-ría si fuéramos más eficaces o si lleváramos a la práctica ciertas teorías, olvidando que el único canal de acceso a nuestras aspiraciones más genuinas es la Gracia divina. El amor, la misericordia y la solidaridad con los hermanos, conmueven al Señor y nos abren las puertas a ella. El olvido o postergación de sus hijos más necesitados nos cierra a sus dones. Cuando vivimos en la verdad, la justicia y la paz, estamos dejan-do a Dios actuar en nosotros y esto nos da plenitud. Si los frutos se hacen esperar, será porque aún no están suficientemente maduros para la cosecha. Si tenemos certeza en la realización de las promesas, sabremos darle y darnos tiempo.
Jesucristo es nuestra esperanza. Su Reino es el centro de nuestra esperanza. Como cristianos no nos podemos conformar con un buen pasar para nosotros y nuestras familias. Esperamos una felicidad tan grande como ni siquiera podemos imaginar. Y la esperamos para todos, porque la esperanza tiene un sujeto comunitario y comprendemos que no puede quedar al margen de ella ninguno de nuestros hermanos. Deseamos ver en nuestro país, en nuestra sociedad, el Reino de Dios hecho realidad. Tendremos que buscar los medios concretos para ir alcanzando ese objetivo.
El Señor nos pide hoy comprometernos, entregarnos a la tarea con todo el corazón y todas las fuerzas, y nos invita a confiar en su ayuda. Aunque el contexto vaya cambiando, nosotros, sostenidos desde lo alto, mantenemos fijo el rumbo. No nos faltan cruces y por momentos hasta sentimos que jamás triunfaremos. Pero a pesar de todo sabemos que la victoria ya es nuestra. Fue, es y será alcanzada por Aquel que hoy nos dice a cada uno: “Felices ustedes…”. Y al es-cucharlo, esperamos con esperanza.
Daniel Díaz Asesor Doctrinal de ACDE