“La esperanza es como el amor, una de las más simples y primarias actitudes del viviente”.
Josef Pieper
(“La Esperanza” en Las Virtudes Fundamentales. Ed. RIALP, pág. 377)
“…a los seis meses de adoptado el Plan de Saneamiento Fiscal, los precios bajaron, la oferta de nuevos puestos de trabajo aumentó considerablemente, las exportaciones agrícolas e industriales se recuperaron en forma milagrosa, la actividad bursátil mejoró sustancialmente, la vida económica se reactivó con inversiones que se duplicaron en menos de un año y nunca fue necesario impedir que la gente ahorre en la moneda que hayan elegido para cuidar su patrimonio”.
Charles De Gaulle
(Mémoires d’Espoir, Plon 1971)
En diferentes ocasiones de nuestra historia política, hemos sido testigos de un cambio de época real o falso. Muchas veces, los ocasionales triunfadores, por las armas o por la vía electoral, se auto proclamaron artífices o caudillos de una nueva Argentina y convencieron a sus simpatizantes -aprovechándose de un malsano mesianismo propio y nuestro- de que debía desterrarse toda obra anterior considerándola contaminada por el enemigo, y que debían sacrificarse hasta elementales principios republicanos para alumbrar la nueva utopía argentina.
Pero existieron en nuestra historia verdaderos cambios de época signados por la síntesis, por el reconocimiento y puesta en valor de lo hecho en períodos anteriores, para agregar estilos diferentes señalados por el consenso aun sin renunciar a la defensa apasionada de las ideas y al áspero pero incruento debate propio de la democracia.
Uno de los elementos casi indispensables de esta síntesis, por lo general se da cuando, simultáneamente, hay un cambio generacional. Se produce la síntesis cuando los nuevos protagonistas no han sido actores de enfrentamientos cruentos y odios irreconciliables.
Porque quienes llegan al gobierno no están contaminados por ese malsano maniqueísmo y pueden superar las antinomias, imponer el respeto a la ley y llevar a la Nación por un camino de grandeza.
Ocurrió en la Argentina con la Generación del 80; sus hombres fueron artífices de la superación y síntesis de ideas que pervivían en los bandos irreconciliables de unitarios y ferderales. Ocurrió en España finalizada la dictadura de Franco y alumbrados los pactos de la Moncloa cuyos protagonistas, en general, no habían vivido los horrores de la guerra civil.
Después del extenso proceso electoral vivido este año, puede decirse que existen elementos propicios para un cambio de época. El presidente electo surge de un movimiento nuevo que acogió en su seno y realizó alianzas con sanos sectores de ambos partidos mayoritarios y de otras fuerzas políticas. La ciudadanía, de una manera u otra, demostró con su voto el hartazgo respecto de la dialéctica amigo-enemigo y la consiguiente división entre los argentinos; del caudillismo mesiánico; del desprecio a la ley y a las instituciones; de la inseguridad que nos acerca peligrosamente a la justicia por mano propia; de la adhesión a la cultura del “atajo” disfrazado de eficiencia; de la corrupción impune simulada tras una pretendida y falsa opción por los más pobres. En definitiva, del populismo como vicio y trágica caricatura de la democracia que, sin duda, es el gobierno del pueblo y para el pueblo.
También se percibe un cambio generacional. Se nota en la discusión política el surgimiento de una nueva generación que no vivió los odios y enfrentamientos violentos del pasado siglo en la Argentina. Celebrémoslo porque se abre un camino nuevo, y aquellos que vivieron con pasión y buena fe esos enfrentamientos deben, especialmente, apoyar este proceso y contribuir con su consejo.
En definitiva, el lema “cambiemos” -que trasciende la denominación de un frente electoral- se trata de un llamado a no destruir todo lo hecho, pero tampoco adaptarse a los vicios consuetudinarios de la Argentina. Es la búsqueda de la virtud como justo medio entre dos excesos, según la siempre vigente explicación de Aristóteles en su
Ética a Nicómaco.
Entre la obra a realizar, hay hitos insoslayables que deberán afrontarse sin renunciamientos pero con mesura y misericordia, para evitar dañar a los más vulnerables y dando una nueva oportunidad a todos; especialmente a aquellos que aun sin darse cuenta, son las principales víctimas del populismo. Deben encararse, sin prisa pero sin pausa, las acciones destinadas a restituir el concepto de moneda destruida por la inflación. Con inflación y sin moneda no hay ahorro genuino, ni crédito hipotecario a largo plazo y a tasas razonables, ni inversión sin tasas de retorno esperada exorbitantes.
La moneda es, fundamentalmente, confianza y ésta no existe sin instituciones republicanas basadas en la división de poderes como garantía del control y antídoto contra el caudillismo. Se impone entonces en este cambio de época una profunda reforma judicial que restituya la fe del ciudadano en sus Jueces y Fiscales. Que los vea como garantes de su libertad y no como instrumentos de impunidad o persecuciones políticas. Que el delicado y sensible problema de nuestro reciente pasado violento quede en las manos de Jueces imparciales y objetivos que, sin pasión ni espíritu de venganza, apliquen el debido proceso y las garantías constitucionales a quienes hoy están bajo sus estrados, y a aquellos que también fueron responsables de la violencia y ahora pretenden que se los vea como víctimas o héroes, cuando fueron delincuentes que derramaron sangre inocente movidos por un fanatismo terrorista cuyos nefastos efectos hoy vemos aflorar en otros países.
La confianza requiere también una postura internacional que nos haga ser respetados y respetables en el mundo. Honrar nuestras deudas es un hito fundamental. Si nos hemos sometido voluntariamente a Tribunales que no nos dieron la razón, debemos negociar con nuestros acreedores sin ceder aquello que pone en riesgo a nuestros ciudadanos, pero con una voluntad firme de llegar finalmente a un acuerdo que podamos cumplir y así, estar en condiciones de acceder al crédito a tasas razonables, como ya tienen otros países hermanos de Latinoamérica.
De un país unitario donde el poder central premia o castiga según cortos propósitos políticos, debemos cambiar hacia un verdadero federalismo que permita a las provincias administrar sus propios recursos. Ello hará realidad, en un futuro próximo, el principio de subsidiaridad donde los gobiernos más cercanos a sus pueblos, y con su consenso, deciden la forma de fomentar el progreso, distribuir la riqueza y defender a los más pobres dándoles trabajo y, si fuera necesario, subsidiando o protegiendo temporariamente actividades para sostenerlas en su etapa inicial, o para facilitar necesarias reconversiones productivas.
Los empresarios somos principales protagonistas de este cambio. Sin nuestro aporte, el esfuerzo corre el peligro de fracasar y, si ello ocurre, no podremos eludir nuestra directa responsabilidad. El camino, ciertamente, no será un “lecho de rosas” porque cuando es necesario ordenar la economía de un país destrozado por el populismo, se acentúa el riesgo de una puja distributiva que podría destruir la esperanza de los más débiles y generar conflictividad social perjudicando a todos. Los empresarios debemos contribuir a evitar esta puja; debemos tomar conciencia de que todos tenemos que compartir los costos y esfuerzos del necesario sinceramiento de las variables económicas y que la fortaleza de nuestras organizaciones está en afrontar riesgos y aceptar la competencia; que tenemos todo el derecho a exigir del Estado reglas racionales, previsibles, estables y claras, así como su intervención en el control de la aplicación de las mismas para evitar que aprovechados y amigos del poder se enriquezcan con privilegios, protecciones y exenciones impositivas en perjuicio de los más débiles.
Debemos restituir el verdadero sentido a términos que hoy se utilizan en forma peyorativa, como el “mercado”. Enseñar con nuestro ejemplo, en sana y leal competencia, que el “mercado” no es un señor malo que viene a sembrar pobreza, sino un necesario sistema ancestral donde todos concurrimos a trasparentar nuestros deseos, nuestras preferencias y nuestras opciones; que da necesarias señales para que los empresarios, asumiendo riesgos, para producir bienes y servicios destinados a satisfacer legítimas necesidades de la gente en nuestro país y también en el mundo. Especialmente en el mundo para que esos bienes, producidos en condiciones competitivas generen valor agregado y con ello riqueza argentina. En ese contexto, los gobiernos deben velar por la libre competencia y, aplicando el principio de subsidiaridad, deben generar soluciones que no pueda brindar el mercado.
Sin duda “cambiemos” debería ser un llamado a ingresar con esperanza y sin miedo en una nueva época transformadora que nos permita superar nuestras escandalosas divisiones, pobreza, baja productividad y despilfarros para ocupar el lugar que el mundo espera de nosotros y que nuestro pueblo necesita. No es una revolución ni el nacimiento de otro caudillo. Se trata, nada más ni nada menos, de una síntesis que aproveche todo lo bueno de anteriores períodos y destierre definitivamente nuestros ancestrales vicios. Se trata, en definitiva, de vencer no a personas o sectores sino al populismo y su esencia “cortoplacista”. Se trata de eliminar para siempre la “cultura del atajo”.