Valores

Una invitación de Dios

Escrito por Daniel Díaz
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La Iglesia católica canonizó recientemente a la Madre Teresa de Calcuta. Más allá de este hecho puntual, su testimonio de vida ha conmovido en todo el mundo y durante muchos años a creyentes y no creyentes. Creo que vale la pena preguntarse qué es lo que en un mundo caracterizado hoy por una enorme diversidad, ha unido la mirada de tantas personas en la estima y el aprecio hacia esta mujer.

Claramente no es su éxito el que la hace valiosa a los ojos de los hombres, ya que siendo sinceros debe reconocerse que los porcentajes de pobreza y exclusión no se han visto significativamente modificados por sus acciones o por las de aquellos que siguieron sus pasos. Más bien, su dedicación a los más débiles entre los débiles requirió de ella una gran capacidad de frustración y una enorme aceptación de los propios límites.

Tampoco podemos decir que haya sido su profunda religiosidad la que conmovió a la gente. Fue valorada por personas con fe, pero también por ateos y agnósticos. Y hasta muchos de los que colaboraron y colaboran con la obra que inició, no reconocen a su mismo Dios ni adoptaron las propuestas de oración y pobreza que ella, sencilla y fielmente, sostuvo durante toda su vida.

Es más que evidente que no fue la belleza física de esta mujer cuyo rostro denotaba una geografía accidentada por múltiples arrugas, la que atraía a tantos. Ni su gran inteligencia y astucia, ni su firmeza de carácter. Ninguna de todas estas cosas fueron las que conmovieron y entusiasmaron hasta el punto de hacer a muchos replantearse los caminos que transitaban en su existencia.

¿Qué fue entonces? Casi como una intuición, me atrevo a aventurar como respuesta, que el motivo de un aprecio tan universal, no podría ser sino su humanidad. Ella fue muy humana y lo evidenció al reconocer sin vueltas la humanidad de quienes la rodeaban, de todos los que la rodeaban. Su modo de hacerlo fue tan expresivo, que se constituyó en una declaración: la humanidad es un rasgo de tan alta dignidad que a nadie puede serle arrebatado.

Quien está a mi lado, es humano, como yo. No importa su historia o la mía, ni las diferencias sociales, económicas, culturales, religiosas que parecen distanciarnos, nunca dejaremos de ser mucho más parecidos que distintos. Y por esto, cada vez que lo lastimo o le resto vida y plenitud, no estoy sino hiriéndome o quitándome la vida a mí mismo. Sin importar cuánto quiera renegar de los profundos sentimientos de fraternidad que me unen a esa persona, en mi interior estaré luchando por acallar un grito de dolor por este misterioso suicidio.

Madre Teresa es una invitación que Dios nos ha hecho a ser más humanos, a reconocer la humanidad de todos, sin excluir a nadie. Desde aquí, se me ocurre proponerles intentar seguir sus pasos y revisar nuestro vínculo con aquellos que son los más débiles en cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Y por qué no, hacerlo específicamente respecto a nuestra empresa, a nuestro espacio laboral. Nuestro modo de saludar, escuchar, consultar, elogiar, corregir, delegar, enseñar y acompañar a quienes de uno u otro modo consideramos los más débiles de nuestra organización, nos revelan que tan humanos los consideramos y son un buen termómetro de nuestra propia humanidad.

Las diferencias jerárquicas de la empresa no son sino diversidad de tareas, funciones y responsabilidades, y sabemos que pueden marcar diferencias económicas, sociales y culturales, pero nunca podrán dar lugar a diferentes dignidades. Reconocer cada vez más que todas y cada una de las personas concretas de nuestro entorno son un don inestimable y expresarlo es parte de un proceso que nos puede humanizar en el sentido más profundo de la palabra.

Sobre el autor

Daniel Díaz

Sacerdote de la diócesis de San Isidro. Asesor doctrinal de ACDE.

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