La Iglesia católica canonizó recientemente a la Madre Teresa de Calcuta. Más allá de este hecho puntual, su testimonio de vida ha conmovido en todo el mundo y durante muchos años a creyentes y no creyentes. Creo que vale la pena preguntarse qué es lo que en un mundo caracterizado hoy por una enorme diversidad, ha unido la mirada de tantas personas en la estima y el aprecio hacia esta mujer.
Claramente no es su éxito el que la hace valiosa a los ojos de los hombres, ya que siendo sinceros debe reconocerse que los porcentajes de pobreza y exclusión no se han visto significativamente modificados por sus acciones o por las de aquellos que siguieron sus pasos. Más bien, su dedicación a los más débiles entre los débiles requirió de ella una gran capacidad de frustración y una enorme aceptación de los propios límites.
Tampoco podemos decir que haya sido su profunda religiosidad la que conmovió a la gente. Fue valorada por personas con fe, pero también por ateos y agnósticos. Y hasta muchos de los que colaboraron y colaboran con la obra que inició, no reconocen a su mismo Dios ni adoptaron las propuestas de oración y pobreza que ella, sencilla y fielmente, sostuvo durante toda su vida.
Es más que evidente que no fue la belleza física de esta mujer cuyo rostro denotaba una geografía accidentada por múltiples arrugas, la que atraía a tantos. Ni su gran inteligencia y astucia, ni su firmeza de carácter. Ninguna de todas estas cosas fueron las que conmovieron y entusiasmaron hasta el punto de hacer a muchos replantearse los caminos que transitaban en su existencia.
¿Qué fue entonces? Casi como una intuición, me atrevo a aventurar como respuesta, que el motivo de un aprecio tan universal, no podría ser sino su humanidad. Ella fue muy humana y lo evidenció al reconocer sin vueltas la humanidad de quienes la rodeaban, de todos los que la rodeaban. Su modo de hacerlo fue tan expresivo, que se constituyó en una declaración: la humanidad es un rasgo de tan alta dignidad que a nadie puede serle arrebatado.
Quien está a mi lado, es humano, como yo. No importa su historia o la mía, ni las diferencias sociales, económicas, culturales, religiosas que parecen distanciarnos, nunca dejaremos de ser mucho más parecidos que distintos. Y por esto, cada vez que lo lastimo o le resto vida y plenitud, no estoy sino hiriéndome o quitándome la vida a mí mismo. Sin importar cuánto quiera renegar de los profundos sentimientos de fraternidad que me unen a esa persona, en mi interior estaré luchando por acallar un grito de dolor por este misterioso suicidio.
Madre Teresa es una invitación que Dios nos ha hecho a ser más humanos, a reconocer la humanidad de todos, sin excluir a nadie. Desde aquí, se me ocurre proponerles intentar seguir sus pasos y revisar nuestro vínculo con aquellos que son los más débiles en cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Y por qué no, hacerlo específicamente respecto a nuestra empresa, a nuestro espacio laboral. Nuestro modo de saludar, escuchar, consultar, elogiar, corregir, delegar, enseñar y acompañar a quienes de uno u otro modo consideramos los más débiles de nuestra organización, nos revelan que tan humanos los consideramos y son un buen termómetro de nuestra propia humanidad.
Las diferencias jerárquicas de la empresa no son sino diversidad de tareas, funciones y responsabilidades, y sabemos que pueden marcar diferencias económicas, sociales y culturales, pero nunca podrán dar lugar a diferentes dignidades. Reconocer cada vez más que todas y cada una de las personas concretas de nuestro entorno son un don inestimable y expresarlo es parte de un proceso que nos puede humanizar en el sentido más profundo de la palabra.