Este octubre se cumplen cien años de la revolución que, en Rusia, puso punto final al régimen zarista e inauguró un corto período de guerras civiles que culminó con la instauración del comunismo.
El fracaso de la organización económica basada en la propiedad colectiva de los medios de producción es una verdad que, creo, ya nadie discute. Los intentos de los regímenes socialistas de superar sus contradicciones con la adopción de medidas contrarias a su misma esencia culminaron con el colapso del comunismo en Rusia y la caída del muro de Berlín en1989. Por eso creo que esta fecha merece una reflexión más orientada a examinar el mal revolucionario y sus consecuencias respecto de sus dogmas referidos a la naturaleza humana.
Siempre hubo movimientos revolucionarios en el curso de la historia, pero desde la Revolución Francesa, estos fenómenos adquirieron un particular sesgo antropológico que está en las raíces de su fracaso inmediato, aunque hayan dejado señales positivas cumpliéndose así las palabras de Jesús en la parábola de “El Trigo y la Cizaña”.
Tanto la revolución francesa, como la rusa de octubre del 2017, pretendieron forzar la construcción de “un hombre nuevo”. Los revolucionarios tenían la errada conciencia que solo podían instaurarse los cambios que proponían si el hombre cambiaba de naturaleza. El pecado del “angelismo” (en palabras de Jaques Maritaín) se instauró como dogma en ambos regímenes. Se pensaba que la revolución crearía un ser humano perfecto, libre de egoísmos, cuya única preocupación fuera los ideales revolucionarios. En post de esa postura, los artífices de esa utopía justificaron los peores crímenes y es notable ver sus similitudes en sus agoreros de izquierda y de derecha. Robespierre, Lenín, Hitler, Stalin y sus herramientas, el Comité de Salud Pública, el partido nazi, los comités de obreros rusos, fueron cortados por la misma tijera: el fanatismo maniqueo y la utilización del terror como arma política para imponer sus ideas.
Se trata de una visión del hombre cuyo fundamento surge del racionalismo constructivista predicado en las obras de los enciclopedistas del siglo XVIII, principalmente en Rousseau, quienes pensaban que el hombre a través de la razón, no tenía límites en el conocimiento y, por ello, podía con su sola inteligencia crear estructuras sociales perfectas que aseguraran el reconocimiento de sus derechos y eliminaran todas las desigualdades. Esa fe en la razón fue la que llevó a pensar que dichas estructuras sociales y políticas darían nacimiento a un hombre bueno lo cual autorizaba a oponerse, incluso con la violencia, a todo aquel que no creyera en ese dogma que adquirió, allí donde se impuso, la característica de una fe religiosa.
Argentina no estuvo libre de la contaminación revolucionaria. Vivimos épocas donde nuestros políticos, militares e intelectuales anunciaron el nacimiento de nuevas épocas; la violencia de los años setenta fue la expresión cruenta de estos pensamientos en uno u otro de los bandos enfrentados. El advenimiento de la democracia, si bien fue un paso positivo, no nos liberó de esa deformación de la realidad, que es más rica y no cabe en estructuras armadas exclusivamente del pensamiento humano que es limitado. Quizás los primeros quince años del siglo estuvieron contaminados también por el pensamiento revolucionario y maniqueo.
Sería una simplificación peligrosa volver a caer en el mismo error y pensar que ahora, definitivamente, nace una nueva Argentina más racional y tolerante. Esta óptica tiene el peligro de volver a endiosar a quienes consideramos protagonistas de este cambio.
Por el contrario, la sociedad cambia por la evolución, el aprendizaje sobre los errores del pasado y las visiones objetivas de las nuevas generaciones ajenas a viejas y estériles luchas. Lo importante es reconocer humildemente que los principios que han sostenido el desarrollo de las naciones: la libertad de comerciar en base a la competencia, la propiedad privada, la limitación del poder mediante el mutuo control de sus órganos y la verdadera soberanía del pueblo mediante la elección de sus representantes, tienen como sustento las decisiones libres de millones de hombres cuyas consecuencias no puede alcanzar a conocer la planificación o el pensamiento de uno o más personas. Estos son los principios que han demostrado garantizar a los hombres sus derechos, el fruto de su trabajo y la posibilidad de desarrollar la vida que libremente eligen. Son, además, los principios que desde siempre ha predicado la Iglesia Católica en su Doctrina Social a través de documentos de diferentes Papas que, si bien tienen matices diferentes que responden a los signos de los tiempos en que fueron publicados, poseen un hilo conductor basado en los valores señalados.