En un reciente artículo publicado en La Nación, ‘Polaquitos’, Sergio Beresztein evoca la sencilla vida de su abuelo, inmigrante polaco que fue ejemplo de trabajo y amor a la patria que había adoptado. Eran tiempo donde vidas ejemplares como esa abundaban daban el carácter y personalidad a nuestra Argentina. Es que la historia enseña que los pueblos mejoran, fundamentalmente, por las conductas individuales de las personas. Las instituciones y las leyes son importantes, pero de nada sirven si los individuos adoptan actitudes egoístas y deshonestas en su vida privada. Cuando ello ocurre se produce un fenómeno circular que impide avanzar: no es posible mejorar mediante la instauración de buenas leyes e instituciones, porque las personas buscan la manera de eludirlas o utilizarlas para su propio beneficio; tampoco es previsible que mejores las instituciones porque los legisladores, jueces y gobernantes son parte de un pueblo que solo piensa en el interés particular y a la hora de ejercer la autoridad ceden ante el egoísmo y la conveniencia que, en política se traduce en la demagogia, cuya patología terminal es el populismo.
En nuestro país mucho de esto ha sucedido y se acentuó en las últimas décadas, por ello es tan difícil el cambio. Algunos, a mi juicio equivocadamente, ponen el acento en la ausencia de “líderes carismáticos”. Desde esa visión critican al actual gobierno por la falta de esa figura; también se lamentan que no aparezca en la oposición ese “salvador” que todos esperan. Demás está decir que surgen falsos líderes que parecían superados porque “miden bien en las encuestas” y se admira en ellos las características caudillistas, a pesar de estar acreditada su deshonestidad con hechos patentes cometidos a vista de todos y de los que ni siquiera se avergüenzan.
Una sociedad bien constituida es aquella en donde sus líderes, en todos los ámbitos, se imponen por su ejemplaridad. O sea, por sus actitudes frente a la vida pública y privada -especialmente en esta última- que producen admiración y deseo de imitarlos.
El panorama que hoy vivimos en la Argentina, lamentablemente, está muy lejos del ideal descripto. Contemplamos el espectáculo de políticos que basan su popularidad en actitudes frívolas donde su vida privada dista mucho de ser un ejemplo. A la vez es triste ver que a sectores importantes de nuestro pueblo poco les importa la corrupción ni la incoherencia de muchos de los candidatos, lo cual genera un riesgo importante de que se dificulte el cambio que todos esperamos.
La falta de ejemplaridad es, a mi juicio, la causa de mucho de nuestros males, especialmente se refleja en conductas traducidas en expresiones de rabia colectiva y disconformidad expresadas en muchos de los piquetes organizados para protestar por medidas que, aunque sean discutibles, no justifican la sistemática violación de la ley. Cuando quienes ejercen liderazgos no son ejemplares en su conducta, la anarquía está a “la vuelta de la esquina” porque el pueblo considera que la ley no soluciona sus problemas cotidianos y la única solución es el reclamo callejero, a veces violento.
¿Cómo puede cambiarse esa realidad? No será tarea fácil ni de efectos inmediatos pues exige un cambio de cultura que solo se produce mediante el ejercicio de la esperanza, la paciencia y la tolerancia. De un día para el otro no vamos a cambiar la sociedad argentina. Pero sí podemos contribuir con nuestras conductas en el lugar que nos toca ejercer liderazgos: en la familia, la empresa y las organizaciones donde actuamos. Si intentamos trasmitir conductas ejemplares que contagien a quienes están cerca nuestro, ello se difundirá y producirá frutos abundantes en la sociedad.
La Argentina supo tener personas, públicas y privadas, que trasmitían ejemplos con sus conductas. Por eso fue un país inclusivo con gran movilidad social donde primaba la cultura del trabajo. Tenemos vivo el germen de esas épocas, solo necesitamos resucitarlo.
Para alguno puede sonar como utopía, pero el Evangelio nos dice que el Reino es “como el grano de mostaza”. Nuestra misión como líderes empresarios cristianos, sin duda, es trabajar para que se impongan los valores del Reino que, fundamentalmente lo lograremos con actitudes personales, aunque estemos expuestos siempre a nuestras debilidades que podremos superar con la ayuda de los otros, aceptando sus críticas y corregir nuestras conductas.