Queremos seguir reflexionando sobre la pobreza. Quienes nos lean encontraran que no exponemos una idea cuantitativa de lo que hace o se debe hacer para derrotarla. La pobreza es una situación natural a la que hay que dominar con la creación de bienes, transformando la naturaleza con esfuerzo e iniciativa creadora.
Nos referimos a los pobres que necesitan, aun mas que peces para comer, que les enseñamos a pescar, como dice el proverbio chino. Que necesitan que les enseñemos la lección algunas veces perdida de la autoexigencia y del esfuerzo. Para aceptarla deben partir de la humildad de reconocerse, no “el” problema, sino una parte del mismo con capacidad de influir en las medidas que a su alrededor se asuman.
Los que no son pobres deben extender las reflexiones que realizamos a continuación como una falta fundada en su omisión. En la insolidaridad o en su inconsciencia, al no aceptar que la responsabilidad es mayor en quien más tiene. Que las soluciones deben darlas en primer término el poderoso, el rico, el mejor dotado.
Hay un nivel de pobreza de origen inevitable, casi inhumana, que degrada y destruye al hombre. A esta pobreza no la podemos aceptar, sino que debemos enfrentar todos asistencialmente y sin más miramientos. De lo que hablamos acá es de la pobreza originada en circunstancias como el desempleo o el subdesempleo, con problemas a veces coyunturales. Es la pobreza en la que todos podemos hacer algo cada día y a la que los mismos pobres deben enfrentar con especial esfuerzo.
Al analizar la pobreza surge la pregunta de por qué unos tienen tanto y otros tan poco. ¿Por qué está el lugar y el origen de cada uno tan vinculado con el tener o no tener? No es fácil responder y es necesario actuar. Cada hombre debe sentir esas angustias como una vergüenza propia que tiene que resolver o ayudar a resolver. El pobre a su vez debe ser el piloto de su propia carencia que sabe que la sociedad intenta ser un faro indicando el camino a recorrer.
Las últimas décadas han demostrado en las bases sociales conceptos hedonistas. En todos sus niveles parece considerarse como derechos inalienables la comodidad o la satisfacción. Una justificación existencial pospone los valores que signifiquen exigencias. Se olvida, como provocante de diferencias negativas, la alternativa del propio desempeño defectuoso o equivocado. Se acusa a la sociedad, como “todo”, de ser la culpable estructural de lo que sea malo, perjudique e incomode.
Cuando enfrentamos la realidad de la pobreza debemos considerar con humildad cual es la participación que nos cabe en ella. Probablemente sería muy difícil reconocer en algún gran resultado de la humanidad: descubrimiento, conquista, invento, producción, que esto fuera producto de la suerte. Por lo contrario, en cada existo hay un esfuerzo que lo respalda.
Vivimos una cultura, que hemos contribuido a formar en los jóvenes, de que el futuro debería ser necesariamente más fácil y si no fuera así la causa de la dificultad sería ajena a nosotros, causada por dispersas acciones de quienes tienen fines ambiciosos y poco morales. Esto origina una sociedad desconfiada y aprensiva que paraliza frecuentemente buenos emprendimientos para asegurarse que no existan terceros que medren a su costo.
Resulta así, la desconfianza interna de la sociedad entre sus miembros, una causa de limitación del crecimiento que es difícil de evaluar, pero que debería ser evaluada a la luz de que la concordia social, por sí, beneficia cualquier proceso.
La pobreza es una forma natural de vida. El Génesis de la Biblia señala el mandato divino de conquistar la naturaleza para servirse de ella, que por sí sola no regala sino que exige. Suele ocurrir que los tiempos modernos, signados por una demografía descomunal y creciente, hacen menos claros los mandatos recibidos y nos han llevado a mirar al prójimo, más en comparación de lo que nos falta que como tercero, hermano, a quien debemos ayudar.
La pobreza exige un esfuerzo para doblegarla. Es algo íntimo, vinculado a lo que podemos hacer, mucho más que a lo que nos puede llegar llovido del cielo.
La pobreza es un problema que hoy la sociedad organizada intenta corregir en conjunto. Pero el pobre, es ante todo un ser humano que tiene un obstáculo suyo para vencer, a veces muy difícil, pero que sin sentirlo como un problema propio le resultará de inalcanzable solución.
Y este problema se alimenta, lamentablemente, a través de una educación que reniega del autoesfuerzo y exige que las dificultades sean resueltas por el abstracto todo social.
Recordamos un apesadumbrado padre a quien su hijo le enrostraba con enojo que su incapacidad para “tener más” era producto de una falla en su educación y deducía de ello derechos a que ese padre le diera lo que él era incapaz de alcanzar por sí. Es que educamos para recibir y olvidamos hacerlo para dar. La virtud -escribía Aristóteles- es fruto del esfuerzo. Cada persona humana debe ser enseñada en su necesidad de, antes que ninguna otra cosa, perfeccionarse a sí mismo. Quien espera todo de los demás jamás hace algo por si mismo y menos entonces podrá contribuir al bien común.
La pobreza seguramente será vencida si colaboran más aquellos que en lugar de plantearse por qué la sociedad no les da lo que necesitan, se plantearan cómo hacer para construir la suficiente riqueza que los distancie de la miseria.
La sociedad tiene un deber propio, que nace del mero hecho de su organización -por mínima que sea- de procurar satisfacer el bien común evitando pozos de carencias. Pero cada miembro de la sociedad tiene que contribuir a la misma para que con su ingenio y esfuerzo se mantengan los mínimos de bienestar y bienes que de hecho son objetivos centrales.
Natural es que la sociedad debe velar plenamente por aquellos que sean minusválidos para autoabastecerse, pero cuidando siempre que nadie se esconda indebidamente tras esa figura.
Viene a la memoria una señora cuarentona que por TV declaraba con cierto orgullo que la situación económica la había llevado a una crisis de pobreza. Que no conseguía trabajo por su edad y por sus hijos. Pero decía también que vivía en una casa confortable, aunque no lujosa, y estaba allí para acusar a la sociedad -y suponemos que al gobierno, cuya acción consideraba inadecuada- en procura de un cambio favorable. ¿No era capaz de sentirse rica, con sus pujos, su casa y buscar en sí misma el camino del hacer más? El facilismo y la tolerancia de ese facilismo que causa nuestra sociedad es acaso la valla que no saltamos para ser mejores.
Me impresionó desde siempre una frase de Jesus Urteaga que preguntaba:”¿se puede realizar algo realmente serio con hombres que tienen miedo al agua fría en una mañana de invierno?” (El valor divino de lo humano – Patimos). De manera similar, podríamos decirnos, ¿podremos vencer a la pobreza con seres humanos que temen a cualquier exigencia como una tortura y esperan todo de los demás?
Cuando hablamos de pobreza hablamos el hombre. Podemos enfocar el tema también como un problema del gobierno de la sociedad. Podemos enfocarlo bajo el facilismo distributivo, o bajo la realidad tremenda del egoísmo y la falta de solidaridad de quienes tienen y quienes no conocen a su hermano necesitado.
Pero el planteo que no podemos dejar de hacernos cada día, al hablar de la pobreza, es sobre qué hemos hecho para enseñar, para mostrar, que cada uno es razón y parte de su propia circunstancia. El planteo que no podemos dejar de hacer es sobre la responsabilidad propia del pobre respecto a su carencia. Que tiene en muchísimos casos justificante razón. Que no la tienen nunca en la medida en que como ser racional debe aceptar entregar cuotas del esfuerzo e iniciativa en una vida que cuando es regalada por el destino es sólo en casos excepcionales.
Los pobres deben ser los principales actores del esfuerzo necesario para dejar de serlo. Hay que exigirse y luego exigir. Es un orden ético esencial.