Cuenta el Evangelio según San Marcos (Mc 9,33-40) que en una ocasión, al llegar con sus discípulos a Cafarnaúm, Jesús les preguntó de qué venían discutiendo por el camino. La pregunta incomodó a todos al punto de que nadie se atrevió a responder. Sabían que el conflicto en cuestión tenía poco que ver con sus enseñanzas y hasta allí creían que no había llegado a sus oídos. Habían hablado de cuál de ellos era el más importante.
Los importantes y los que están en el centro
Jesús llamó aparte a los doce, con esa delicadeza tan suya de no querer exponer su falta en público pero con la firme convicción de que era clave que comprendieran cómo debían liderar a los demás. Se sentó y con serenidad y paciencia abordó el tema. No puso en cuestión su deseo de ser grandes (Dios puso un anhelo de grandeza en el corazón de los hombres) pero les propuso revisar el criterio. Y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último, y el servidor de todos”. La importancia en el Reino, debe ser medida de un modo muy distinto al habitual.
Al Señor le gustaba poner ejemplos claros y sencillos, y por eso tomó a un niño, lo puso en medio y lo abrazó. El más pequeño, el menos valorado, él era el centro en el Reino, él era el elegido para expresar su amor. A tal punto se daba esto, que el mismo Dios se identificaba con él: “Quien recibe a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”.
A diferencia de tantos hombres importantes que declaran de uno u otro modo desde su forma de vivir el poder, que son elegidos de Dios (o casi Dios mismo), el Hijo de Dios proclamaba que Él y su Padre, están presentes en aquellos que para el mundo son los menos valiosos. Dios está presente en cada uno, solo cuando se hace pequeño. Dios es servido solo por aquel que elige ser servidor de todos, incluso de los más pequeños.
Los nuestros y los otros
El mensaje había sido directo, pero aún quedaba algo por aclarar. Juan tenía un comentario para hacer: “Hemos visto a uno que expulsaba demonios, y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros”. Seguramente este apóstol esperaba como respuesta la aprobación y hasta un lindo elogio. Pero el Señor tiene una gran capacidad para sorprendernos.
Tal vez Jesús percibió que en la concepción que estaba en la base de esta experiencia, se revelaba un grave peligro, una gran tentación. Aún cuando elegimos ser los últimos y hacernos servidores de los demás, podemos apoderarnos del servicio como algo propio y exclusivo. Aún bajo apariencia de pequeñez y servicio, uno puede estar buscando fama y reconocimiento.
Cuando la actitud de servicio no es genuina, tendemos a apoderarnos de la tarea e incluso de las personas que son servidas. Así, las otras personas que buscan también ayudar y hacer el bien, se transforman en competidores. Si nos roban el servicio, si nos roban los “servidos”, nos roban la recompensa que esperábamos ganar como servidores. Para Juan, era obvio que la competencia era inaceptable. Para Jesús, era la actitud de su apóstol la que no correspondía.
“Nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí”, le dijo Jesús, al indicarles que no se lo debían impedir. “El que no está contra nosotros, está con nosotros”. El que hace el bien a sus hermanos, cumple la voluntad del Bueno. Y cuando el amor concretado en servicio es el objetivo, los que hacen lo mismo son hermanos en la misión.
Los criterios del Reino aquí y ahora
Nuestro presente, nuestra sociedad, nuestra empresa necesitan dejarse cuestionar por la mirada de Jesús. ¿Quiénes son los importantes? ¿Quiénes están en el centro? ¿Qué hace de los nuestros, que sean nuestros y que hace de los otros que sean otros? Las respuestas nos podrán revelar qué tan cerca estamos del Reino de Dios y sus criterios.
Los grandes son los que se hacen servidores de los demás. Cualquier otro criterio es vano, son apariencias pasajeras. Más grandes son aún si sirven a los más vulnerables, a los más marginados, a los que más sufren.
Una nación es grande cuando nadie queda al margen del bienestar, y aún más, cuando ayuda al bienestar de otras naciones. Una empresa es grande no por sus ganancias, capital o facturación. Es grande por cuanto hace por el bien de todos los que están involucrados en su accionar: clientes y proveedores, empleados y directivos. Y será aún más grande si beneficia a la sociedad en su conjunto y presta atención a los más dejados de lado por ella.
Vale la pena preguntarse: “¿Cuál es el centro?”. Una sociedad que se centra en sus gobernantes hace prosperar a los gobernantes pero no a la sociedad. Hacer estadísticas para ver qué conviene o no decir, comunicar o publicitar, independientemente de la verdad y los valores en los que se cree, no es del Reino. Sin importar banderas, el centro de la política han de ser los ciudadanos, sus necesidades, sus sufrimientos y sus búsquedas, y el deseo de ayudar.
Una empresa que se centra en sus dueños y directivos, no es del Reino. Nadie dice que deba perder plata porque esto la haría inviable en un no muy lejano plazo, pero para ser del Reino, su centro debe ser su personal, sus clientes, sus proveedores. Como dijo Jesús, el resto se dará por añadidura. Si la empresa pierde su sentido de servicio a la sociedad, se empobrece a los ojos de Dios, y esa es la peor de las quiebras.
Por último, tanto en la sociedad como en la empresa, estamos llamados a descubrir en quienes hacen lo mismo que nosotros a otros servidores. Reconocerlos en sus virtudes, abrirnos al diálogo con ellos compartiendo sus perspectivas distintas y encontrar proyectos comunes son un desafío enorme. Pero si somos capaces de asumir la tarea, podremos encontrar en nuestras difíciles búsquedas cotidianas, inesperados compañeros de camino, que junto a nosotros sirven a los demás. Y entre todos, la tarea será más fácil, porque estaremos abiertos a la bendición de Dios.