Los cristianos celebramos la Pascua del Señor, el misterio de su pasión, muerte y resurrección, como centro de nuestra fe. Hablar de Resurrección implica considerar la posibilidad de recuperar la vida después de morir. Para los discípulos que acompañaron a Jesús hace dos mil años este concepto fue algo muy difícil de comprender. Ellos no tenían experiencia previa. Nadie, nunca, había visto a alguien volver de la muerte. Y que pudiera hacerse de una vez y para siempre era aún más inconcebible. Creo que hoy y para nosotros, discípulos del Resucitado, sigue siendo de gran dificultad aceptar esta Vida Nueva en toda su dimensión y con todas sus implicancias.
Indiferencia o resurrección
Los anuncios de Jesús que precedieron a su Pascua, no calaron demasiado hondo en la comprensión de sus seguidores. Tal vez porque creían que era un tema de personas instruidas, una cuestión de confrontación solo para eruditos religiosos. Tal vez porque lo veían como una discusión entre fanáticos irremediablemente opuestos. Para pescadores galileos, el asunto parecía no modificar en nada su ardua existencia cotidiana y su vida pobre y sencilla. En todo caso, sería algo acerca de lo que todos, llegado el momento, descubrirían la verdad.
Aún hoy las implicancias de este misterio pueden seguir resultándonos vitalmente ajenas. En un mundo donde todo es urgente, donde el requerimiento de lo inmediato es un imperativo y donde la impaciencia nos caracteriza a casi todos, no siempre estamos abiertos a pensar en el futuro aparentemente lejano. Consideramos que hay demasiadas cosas por solucionar en el hoy, como para andar perdiendo tiempo en el mañana. Solo cuando tardíamente descubrimos que la no consideración del mañana ha herido nuestro hoy, comenzamos a abrimos a una búsqueda de sentido más allá de nuestra agenda semanal.
En nuestras tareas cotidianas, abrirse a la resurrección, implica ampliar nuestro horizonte, animarnos a mirar más allá. Las muchas decisiones que tomamos día a día, no suelen considerar el futuro no inmediato. Pensamos en un corto, mediano o largo plazo, pero también existe un “sin plazo”, que va más allá de este tiempo que vivimos. Calculamos casi siempre en términos de los posibles logros que alcanzaremos en esta vida. Pero no siempre recordamos que lo invertido en este mundo solo tendrá su verdadero retorno en el otro y que mucho de lo que nos preocupa en la tierra tiene bastante de efímero.
Temor o resurrección
Cuando los apóstoles escucharon decir a Jesús que era necesario que padeciera mucho y fuera entregado a la muerte y que luego resucitaría al tercer día, sus respuestas fueron siempre desubicadas. Probablemente al atisbar la dificultad del camino, su corazón se cerró a toda promesa sobre el final. Sus reacciones fueron de huída y rechazo. Y la respuesta más concreta a la invitación del Señor a que cada uno cargara su propia cruz y lo siguiera, quedó puesta de manifiesto en la soledad y el abandono en los que dejaron a Cristo en el monte Calvario.
Aún cuando nosotros reconocemos la necesidad de plantearnos la cuestión de la vida después de la muerte, muchas veces nos encontramos con otro obstáculo: evitamos pensar en esperar la resurrección cuando esto solo es posible después de asumir que la pasión y la muerte son ineludibles. Hay en nosotros un profundo rechazo al sufrimiento. Y si bien esto es natural ya que fuimos hechos para ser felices, la búsqueda incondicional del placer y el éxito, tan propios de nuestro tiempo, nos lleva a veces a un rechazo y negación de nuestra presente condición débil y mortal. Esto nos genera una cierta incapacidad para valorar el esfuerzo arduo y asumir la dificultad como camino hacia algo mejor. Y aún peor, nos hace débiles cuando aparecen complicaciones y nos cuesta sostener nuestras elecciones.
Esperar resucitar implica esperar morir. No como algo definitivo, sino como un paso. Nuestra vida cae en un cierto idealismo que pronto se transforma en frustración cuando pretendemos lograr lo pleno y definitivo sin estar dispuestos a que muera lo pasajero. Vivir en la obediencia al Padre nuestras muertes, es la condición de posibilidad para recuperar la vida entregada. Es Dios el que puede resucitar y es el hombre, como hijo fiel a Dios, quien puede ser resucitado. Asumir el esfuerzo, el costo, de vivir todo lo que decidimos, no como un gasto desperdiciado sino como una inversión superior a todas las demás, puede hacernos cambiar nuestras opciones.
Resurrección e invitación
Las enseñanzas de Jesús no dejaban lugar a dudas: hay vida más allá de la muerte. Pero es su presencia de Resucitado, la que transformó la historia. A lo largo de dos mil años han sido muchos los que tuvieron esa experiencia. Ahora somos nosotros los que repetidas veces nos hemos encontrado con Él en muy diversas maneras. Ya no hay excusas para desentenderse de quien vive junto a nosotros. Ya no hay temores que justifiquen no seguir a aquel que triunfó definitivamente sobre la muerte y el mal.
La Nueva Vida que Jesús nos regala como promesa está tan ligada a la anterior, a esta presente, que no es sino su continuidad. A tal punto que para quien vive en esa esperanza, ya es posible vivir como resucitado. Solo hace falta sacudirse de encima la indiferencia y el miedo. La resurrección no es solo una doctrina teológica. Es una gracia, un regalo que se nos da ahora. La Misericordia divina nos concede recibirlo incluso más allá de lo estrictamente justo. Pero hay algo absolutamente necesario: creer. Aceptar la resurrección es tener fe en la centralidad de este Misterio en nuestra vida concreta y animarse a hacerlo carne en mí y en todas mis acciones.