Días atrás me desperté a las tres de la mañana con mucha lucidez. Acababa de soñar una cena con amigos en mi juventud y un mozo nos recomendaba el plato del día. En el interín del final del sueño y el despertar a la realidad, esperando aún saborear el famoso plato del día, se me hicieron claras estas ideas que rondaban en mi cabeza desde hace un tiempo. Recuerdo que Jean Guitton en «El trabajo intelectual» recomendaba tener siempre en la mesa de luz un lápiz y un papel para describir esos «fantasmas» que aparecen en estas ocasiones.
Este hecho ocurrió el sábado previo al Evangelio del joven rico, al que Jesús «mira con amor» y lo invita a seguirlo y el joven «entristecido» se retiró porque poseía muchos bienes (Me 10, 17-30).
Comienzo diciendo que este pasaje fue la clave de mi decisión vocacional a los 21 años. Y en ese momento sólo pensaba en Jesús, en su evangelio y que bien valía la pena dejarlo todo para ir tras Él. Siempre pensé unos pasos detrás de Él, tratando que el Reino de Dios fuera el centro de mi vida. Los pobres, los enfermos, los presos, los débiles, los abatidos, los sufrientes debían ser la clave de mi existencia sobre la tierra y en lo más profundo de mi corazón el deseo del encuentro definitivo con ese Dios, infinito amor, después de la muerte, en la eternidad. Para eso estaba la Iglesia aquí en la tierra, esa Iglesia que logró perpetuar el mensaje de Jesús a lo largo de los siglos.
De golpe en esos breves instantes del prematuro despertar vinieron a mi mente distintas concepciones de la Iglesia, que estuve escuchando en estos meses.
Artículos de historiadores que la describían más o menos como una institución con determinados fines políticos, una actriz famosa que afirmaba que «el poder» de la Iglesia había impedido que saliera la ley del aborto, algún político que la describía como una institución anti republicana en la que quedaban todavía muchos rasgos de un cierto fascismo que creía más en las multitudes y en las corporaciones que en la vigencia plena de la democracia.
Y entonces la pregunta lógica que me hago ¿esa es la Iglesia a la que consagré mi vida?
Nunca imaginé que aquel llamado del Señor a los 21 años me terminaría llevando por el camino del Episcopado. Esto me ha permitido vivir la Iglesia bien de adentro. Y lo que puedo decir es que al ser una institución única con una cabeza universal, sin lugar a dudas, siguiendo los principios del evangelio, necesariamente va a tener expresiones con repercusión política. Es algo irremediable. No podemos dejar de luchar en defensa de la vida, de la familia, el derecho de los padres a ser los primeros educadores de sus hijos, a recordar a todos la prioritaria preocupación por los pobres. Esto es puro evangelio. Claro está que nuestros principios debemos vivirlos con un intenso amor por todos, también por los que no nos entienden o por los que portan pañuelos verdes.
La actual realidad y nuestra propia historia manifiesta que muchos quieren reducir la acción de la iglesia a la dimensión cultural, como si la vivencia del Evangelio no tuviera repercusiones sociales. También nuestra historia nos muestra que cuando los miembros de la Iglesia se han abocado excesivamente a lo social sin un fundamento místico han caído en un temporalismo que limita y empequeñece el mensaje evangélico.
Vuelvo al principio ¿a qué Iglesia me consagré? ¿A una multinacional que busca poder e influencia terrenal o a la que perpetúa el evangelio?
Ante los problemas de abusos y pecados que han salido a la luz en los últimos años muchos han podido perder credibilidad en esta Iglesia. Pero justamente esta capacidad de sincerarse y pedir perdón muestra que el Evangelio es lo primordial de su vida… Tan primordial que vuelvo aquí a escribir lo que le dije una vez a un escritor prominente que tenía tantas desconfianzas en la humanidad de los obispos: los importantes en la Iglesia no somos los obispos sino los santos. Y esto lo puedo escribir en estos días en los que han sido canonizados hombres como Pablo VI y Romero que tuvieron sin duda cierto peso político, pero que lo vivieron no como una prioridad sino como consecuencia de haber caminado siempre dos o tres pasos detrás de Jesús.
Leí hace poco un libro de Pilar Rahola 1 que se proclama agnóstica y que prueba que nunca el cristianismo (no sólo la Iglesia católica sino todo el cristianismo) ha sido tan perseguido en el mundo con enorme derramamiento de sangre como en estos tiempos.
Así nació el cristianismo y la Iglesia, desde la sangre de sus mártires, y los que hemos tenido la gracia de poder seguir viviendo sin que se nos mate por profesar nuestra fe, tenemos que derramar no nuestra sangre sino el amor de Cristo también sobre aquellos que nos vituperan o no nos entienden. Siempre la Iglesia se enaltece cuando sabe «poner la otra mejilla».