(En el 58° aniversario de su partida al cielo)
Un simple rasgo permite distinguir a las personas egregias porque ilumina su espíritu como un relámpago. Enrique Shaw fue un hombre insigne que supo reconocer la misión del dirigente y entonces confesó su propia alma. Ocurrió en Mendoza, el 17 de agosto de 1958 día en que Enrique homenajeó a San Martín, el héroe patrio que dijera: “serás lo que debas ser o no serás nada”.
Allí, Enrique habló de la “misión de los dirigentes” y con sus palabras nos enseñó a distinguir el señor del bellaco. El “señor” es quien actúa según principios morales y cumple sus obligaciones: “noblesse obligue”. El “bellaco” es el ruin o miserable que vive mascullando su resentimiento y ambicionando el poder sólo por vanidad y avidez de dinero.
Dijo entonces Enrique Shaw: “el dirigente tiene tres deberes, el servicio que no es la impudicia del poder; el progreso que no es el reparto a rebatiña ni la depredación; la ascensión humana que no es el igualitarismo ni la nivelación hacia abajo”.
“El dirigente tiene por misión, compartir con Dios el milagro de la creación, lo cual significa: 1°) la pasión por crear y organizar una comunidad de trabajo; 2°) el realismo práctico que rechaza la utopía reconociendo el valor del resultado como prueba del acierto y no como ansia desmedida de dinero y 3°) la fidelidad de quien vive los valores practicando las virtudes”.
Comparemos esta confesión de su alma pura, este perfil ideal al que aspiraba, esta verdadera biografía de su vida, con las actitudes egoístas, miserables, frívolas e interesadas de tanto falso dirigente político, gremial o empresarial que hoy pretende empoderarse para satisfacer su vanidad y altanería.
Comprenderemos que era un ser superior, un espíritu de grandeza, un hombre digno. Por eso y por la gracia de Dios, Enrique Shaw es un santo que nos anima a emular su testimonio en este valle de lágrimas.