Enrique Shaw

A María, nuestra madre

Escrito por Padre Manuel Moledo
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A Ella hizo Enrique ofrenda de su vida; y es justo que nosotros le hagamos ofrenda de estos renglones al yo íntimo de Enrique.

Si alguien al oír estas reflexiones que he puesto una honda amistad, se sintiera iluminado, consolado, sostenido, fortificado, habré rendido a Enrique Shaw el homenaje por él más apreciado y ello habrá sido para este modesto trabajo la recompensa más grande.

Creo además que no será indiferente evocar el recuerdo de Enrique en estas horas duras, del quehacer argentino y decirnos a nosotros mismos, ante su vida generosa: “seres así han vivido realmente en nuestro mundo; y en el invisible, siguen siempre viviendo”.

Si hay algo que sea adecuado para exaltar en nosotros el sentimiento de la vida, es el contacto con estas almas regias de la humanidad, es la visión de lo que una de ella puede hacer de esta vida, poniéndola por encima de los sueños más hermosos.

La vida de Enrique tuvo sus horas de poema, de novela y de drama, experimentó caídas y victorias. De todo ello tomo nota su ángel.

No fue su vida una vida fácil, pero si fue una vida hermosa; y la vivió con mucha paz, pero con mucha prisa, como a quien no le va a alcanzar el tiempo.

El caminante que, por el camino de Colona, se hubiera encontrado con Edipo y Antígona, no hubiera visto más que un viejo mendigo guiado por una pobre muchacha. Hubiera sido necesario una penetración superior, una información especial, para adivinar el cortejo de nobleza de valores que llevaban consigo. Tengamos la certeza de que toda convicción humana, tiene su cortejo de nobleza y de dolores, y sabremos ver en ella una enseñanza mejor que la ficción creada por los poetas.

El secreto de las almas pertenece a cada una y a Dios; pareciera que no debieran desgranarse en el camino las perlas de la vida interior; sin embargo, pertenecen también al tesoro de la humanidad. Mónica y Agustín, asomados a la ventana de Ostia; Pascal gimiendo en la noche de fuego y gozo; y Enrique, escribiendo en su libretita: “la santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada vez con más amor”, nos conmueven más a través de los siglos, que los emperadores y conquistadores famosos.

La juventud es siempre el prólogo del poema y la de Enrique contiene un mundo de revelaciones si se la contempla en las páginas que dejó escritas. Estas palabras, escritas por él en los ocios de un viaje un 25 de abril, lo describen muy bien: “Me acuerdo de que soy Shaw, que me llamo Enrique Ernesto, que soy católico, marino y argentino, que tengo una carta de papá en el bolsillo que reza así: “recibí la tuya del 15 y me encanta el espíritu que la anima. El espíritu lo vence todo”.

Su juventud fue una de esas juventudes profundas, impregnada de ensueño y de poesía, capaz de imprimir una señal especial en los pensamientos y en los actos de una vida.

Ya entonces se revelaba su gran amor a la Biblia, gran compañera de sus días de marino. El gran libro comunicaba una fuerza especial a su corazón que la amaba sinceramente.

Los escritos de estos años de Enrique reflejan una reflexión madura y revelan la maravillosa frescura de su alma juvenil. 

Sus palabras encierran una atmósfera de aire y de luz, de fantasía y de pensamiento. Manifiestan un cierto asombro, el asombro de vivir, del que Schopenahuer hace el primer grado de su filosofía.

De este tiempo es esta hermosa descripción suya: “Oigo música. El buque no rola mucho, pero hay bastantes mareados. En lo que a mí se refiere, el viento, el sol, la espuma, todo contribuye a hacerme contento. Hasta tuve la suerte de ver una ola romper contra todo el mamparo, una ola linda y grande desbordar de hermosura y alegría. Y el hombre desagradecido no da gracias al Creador por tantos bienes.”

De esta manera de desenvolvía la personalidad de Enrique.

De él podemos decir lo que Dante pone en los labios de Platón al detenerse Virgilio en el umbral del Paraíso: “es preciso ir a la verdad con toda el alma”.

Enrique mostró en su vida que es necesidad la totalidad del ser humano para llegar a la verdad total. Los que son más intelectuales que humanos, habituados a las claridades vivas y limitadas de la razón abstracta, se parecen a aquellos que conociendo las luces de gas de una avenida nunca hubieran contemplado el declinar del día sobre el océano. No fue así Enrique.

La verdad saltaba de alegría en su alma.

Enrique estaba inflamado de armonía interior y pensaba, sin duda, que las melodías que se oyen son dulces, pero sentía cuánto más dulces son aquellas que no se oyen. 

El corazón de Enrique no se desgarró jamás y se desgarró muchas veces, sin dejar brotar una ola de ternura. 

Recuerdo un día, que ante la gran aflicción de un pequeño ser que amaba me dijo, mientras lo tenía en brazos: “la infancia debe ser mecida para prepararla a un destino armonioso; la mañana debe ser dulcificada para dulcificar el trabajo del día.

Tenía al lado de sus hijos, esposa y amigos bondades exquisitas que parecían insistentemente repetir: “pie reponete, descansa piadosamente”.

Tenía un fe robusta e inconmovible en la Providencia, pero él trataba de ser por todos los medios una pequeña providencia para todos los que sufrieran cerca de él.

Sabía distraer su mirada de la vista de los astros centellantes y pacíficos, para fijarla en los pobres y pequeñas lámparas de la tierra cerca de las cuales hay quienes velan y lloran, pero fue para llevar el círculo de las lámparas de la serenidad de las estrellas.

Sentía, conocía y le dolían las pequeñeces de los hombres, pero el percibía con caritativo realismo todas las realidades humanas, tanto las de la vida como las de la muerte. Ante estas miserias y prejuicios abría el alma del Amor Infinito de Cristo por los pequeños y dejaba que los barriera como el viento libre aventa trapos miserables. La amargura nunca pudo acompañarlo por más de un minuto.

Enrique se atrevió a vivir la vida de su alma por encima de todas las limitaciones de la materia, aun de una materia tan noble como la suya. Por eso, como todo hombre que resuelve con elegancia este problema fue un gran bienhechor. Y personalmente confieso que yo descubrí a su lado que concedía demasiado tiempo a las cosas mediocres, a las lecturas mediocres, a las conversaciones mediocres. Quizás sea por esto por lo que Jesús no encuentra a veces hospedaje en nuestras almas, donde ya está todo ocupado.

Esta inquietud de Enrique por huir de lo mediocre, lo vano y lo inútil, era en él un llamado a la Paz verdadera.

Por ese camino llegó hasta él, el Huésped que transformó su vida.

Sí, todo hombre que vive la vida de su alma es un gran bienhechor: en él se descubre la humanidad tal como debe ser, y en él reconoce lo que la vida tiene de más noble y superior. Como sucede en ciertos casos en que al introducir un cristal tipo en una solución química hace que inmediatamente se cristalice toda la solución, el ejemplo de hombres, como Enrique da forma precisa, contorno determinado, a las aspiraciones vagas que flotan en el espíritu y en el corazón de aquellas que los rodean. 

Enrique sabía escuchar y era el amigo de cada día, que se interesaba hasta de lo más pequeños detalles. Creó por ello amistades profundas, tan profundas que no podían pertenecer exclusivamente a la vida exterior, sino que se sujetaban por las fibras más delicadas a lo más íntimo de la vida interior. Hay amistades que se parecen a los faros colocados en lo alto para guiarnos a través de las olas enfurecidas; hay otras como lámparas fieles, que nos dan el socorro de su consejo en la más pequeña necesidad diaria, y que ninguna tempestad, ninguna catástrofe impedirá encenderse a la hora necesaria, aunque el mundo estuviera devastado. La de Enrique, era de éstas.

Suyo es este propósito: “no dejarme absorber por mis propios sentimientos hasta el punto de no poder compartir los de los demás.”

Enrique fue, por encima de todo un apóstol, no de la verdad, ni de la moral, ni de tal o cuál aspecto de la Iglesia, sino de un Jesucristo vivo y cuasi intangible. Eran dos amigos íntimos e inseparables.

Todas sus cualidades apostólicas, largamente elaboradas en el trabajo y en el sufrimiento que es inherente a toda vida, encontraron su camino y su consagración en el encuentro con Cristo Vivo. Por eso no fue ni un teólogo, ni un catequista, sino un evangelizador.

Por eso hablaba y sonreía con asombro y entusiasmo de niño cuando de pronto descubría a Cristo activo y eficaz en los problemas del desarrollo económico, o en la mañana de las urdimbres del mercado, o entre las olas salobres de un veraneo apresurado y lleno de libros y papeles bajo el sol de Pinamar. 

Su contacto con este Cristo Viviente, sobre todo en sus últimos y dinámicos años, animaron sus inspiraciones, se desarrollaron nuevas cualidades, se iluminó más aun su inteligencia, resplandecieron sus virtudes.

En él se divinizaba lo humano, y lo humano se divinizaba.

En él se apiñaban grandes y pequeños problemas, sin que los grandes hicieran desdeñar a los pequeños, ni los pequeños hicieron perder de vista lo grandes. 

Todo lo abordaba con amor, bondad y un fino sabor de inocente malicia, que constituía su rasgo alegre.

En él la alegría era virtud, y la virtud tenía algo de picardía.

Era hermoso ver la sonrisa del amable santo de Asís en su rostro de hombre del norte.

A lo largo de los años que le he conocido, todo lo que vi fue intención recta, ausencia de fines personales, temor al error, deseo de servir, amor sin límites, fe de niño, esperanza de adulto y caridad de mártir.

Si hubiera yo de escoger una divisa para su vida, elegiría esta: “Cor loquitur ad Cor”, porque indica muy bien el secreto de su profunda influencia, la divisa de su acelerada noble y rica vida.

La luz de su alma se hizo más y más brillante cuando se esperaban las grandes sombras.

Para innumerables vidas fue un rayo de luz y fuerza venido de una fuente sobrenatural.

Fue la suya una noble y hermosa vida y nosotros todos somos testigos de su eficacia.

Sobre el autor

Padre Manuel Moledo

(1907-1988): sacerdote que fue asesor doctrinal de ACDE desde su fundación (1952) hasta su fallecimiento.

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