Un desafío cotidiano y universal es cuidar el propio modo de hablar con los demás. ¿Qué hago al otro, en el otro, con lo que digo? ¿Siembro vida? ¿Qué digo de lo que sé o creo saber? ¿Sirve que lo diga en tal o cual momento y forma? ¿Qué ofrecen mis palabras?
Qué hago al otro con lo que digo está unido al tema de la delicadeza en la comunicación, y a los frutos que se desprenden de esta. Es una nota particularísima de nuestro modo de tratar a los demás.
Y no pasa por pensar la cuestión en clave de escrúpulo, de buscar quedar bien amoldándose al gusto de la gente, o de callar, pero luego hablar por detrás. Se trata de pensar lo que digo en clave de bien, empatía y prudencia. Aún más, se trata de amar al hablar.
Es extremadamente fácil decir algo inconveniente en cuanto desalentador e ineficaz; ya sea por impulso, por antojo, por descuido o con intención.
Doy algunos ejemplos, para que cada uno piense en los propios, los que ha sufrido, los que ha generado:
- Con gran esfuerzo, una persona se ha comprado una casa para restaurar. Va a verla con una amiga que, al entrar al living y mirando una pared, comenta: “Pero tiene humedad la casa. ¿Eso lo tuviste en cuenta?”
¿Cuál es el aporte? ¿Tendría que devolver la casa esta persona? Aunque el señalamiento fuera cierto, no se logra más que desanimar. Es dañinamente inoportuno.
- “¡Qué contento estoy! ¡Logré terminar el curso en el Instituto!” Quien lo está escuchando, que conoce por experiencia propia la institución, le dice: “Ese lugar es malísimo. No está reconocido”.
Quizás, en otra instancia, el comentario hubiera sido preventivo, pero ahora ¿de qué sirve? Solo desalienta y desacredita.
- Alguien entrega, con alegría, la tarjeta de invitación al festejo del cumpleaños 80 de su padre. La expresión que recibe es: “¿Pero no viste el salón tal que es mejor y se alquila a un costo menor?”
¿No hubiera sido más prudente, en ese momento, con la invitación ya en mano, guardarse el dato?
Imaginemos ahora situaciones mucho más complejas, delicadas, que ponen en juego, de manera crucial, la escucha y el respeto.
Qué bueno sería discernir nuestras palabras, caer en la cuenta de la fuerza que tienen y usarlas (o contenerlas) para bien.
Creo que vale la pena trabajar nuestra modalidad en pos de una comunicación más llena de vida, más positiva, más consciente de a quién se tiene delante, al punto de evitar expresiones inútiles.
Es preferible callar a tirar palabras. Incluso cuando alguien nos increpara con algún reclamo, y hasta suponiendo que éste fuera injusto o equivocado, puedo elegir no hablar para pelear. Hablarán mi templanza, mi escucha, las pocas palabras que, en clave de diálogo, pueda decir.
Esto sólo puede ir de la mano de la humildad y la mansedumbre. ¿Las quiero para mi vida? Sin esta predisposición, lejos estaré de evitar dejarme arrastrar hacia el campo de la confrontación y la enemistad. Es más, haré exactamente lo contrario: gritaré más fuerte, pondré en uso las palabras más hirientes, le daré rienda suelta a mi agresividad. Incluso podré llegar al extremo de sugerir a otros que tengan esta actitud (y hasta a los propios hijos, con lamentables propuestas: “si te pega, vos pegale”, “si te empuja, empujalo” “si te grita, gritale”).
No pasa por acobardarse ni por renunciar a los propios criterios; pasa por posicionarse fuera del enfrentamiento y elegir hacer y decir lo que construye.
Tampoco se trata de una simple modalidad exterior. Hay que discernir el interior. Porque quizás me mantengo reservado, o educadito, pero adentro me lleno de reproches, elaboro amenazas…: “ah, ahora, vas a ver, no te voy a hablar por dos días o no te hablo más y listo”, “ni pienses que te voy a ayudar”, “no voy a decir una palabra hasta que no me pidas perdón…” ¿Cómo será renunciar a quedarnos instalados en esas amenazas interiores que nos hacen mal, que nos hacen adherir más a las violencias que aborrecemos y solemos señalar hacia afuera?
Suelo pensar que una manera de construir la paz es abstenerse de devolver mal por mal, pacificar todo deseo de revancha, pacificar la irritación ante tal o cual persona que dijo algo que no le calzó bien al propio orgullo, ante alguien del trabajo que no hizo lo que esperaba, o hasta con un hijo a la hora de ofrecer un límite. Lo que digo, y por supuesto lo que hago, pueden –o no– ser parte de esa construcción.
Algunos párrafos forman parte de una Reflexión presentada al Concurso “Derribando Fronteras”, de Editorial Claretiana, que fue premiada y publicada durante el año 2019.
Que lindo es ir recibiendo elementos de acertividad y que sean igual de profundos como de dicernidos. Me hace bien saber que es una búsqueda de muchos la construcción desde el diálogo. No considero que yo sea siempre edificante pero si me veo en camino. A seguir por este lado!