Recuerdo que mis primeras excursiones al campo de la Responsabilidad Social de la Empresa (RSE) las hice desde el campo de la ética: esa responsabilidad es una responsabilidad ética, antes de que sea social, política, legal o de otro tipo. Por eso me gustó -y lo he dicho varias veces en este blog- la «definición» de RSE que dio la Unión Europea hace años: la responsabilidad de la empresa por sus impactos en la sociedad.
Porque, con ley o sin ley, con regulaciones o sin ellas, con memorias de RSE o sin ellas, cuando uno produce impactos en otros, esos impactos, positivos o negativos, tienen significación ética. Otra cosa es que los que están tomando las decisiones en esa empresa actúen con criterios éticos o no: si se mueven por el qué dirán, por la cuenta de resultados o por la reputación de la empresa, sus actuaciones pueden tener consecuencias positivas o negativas, pero, en todo caso, se habrá descuidado su dimensión ética.
Esto implica que, al tomar una decisión sobre algún aspecto medioambiental, social o de otro tipo, que tenga consecuencias para las personas (clientes, proveedores, empleados, vecinos o ciudadanos), hay que pararse a pensar quiénes pueden ser los afectados por esas decisiones, qué consecuencias tendrán para ellos, cuál es la valoración de esas consecuencias y, claro está, si es éticamente correcto o no tomar esas decisiones.
Y, claro está, actuar en consecuencia.
Este artículo fue publicado originariamente en el blog de Economía, Ética y RSE de la Universidad de Navarra.