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El legado de la corrupción menemista y kirchnerista y la calidad del Estado

Escrito por Carlos Gervasoni
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Parte de la recurrente incapacidad de nuestro país para progresar en forma sostenida tiene que ver con la muy mala calidad de su estado. Esto es, tenemos instituciones de gobierno y administración pública menos idóneas, eficientes, institucionalizadas y transparentes que las que tuvimos en el pasado o las que tienen hoy en día países comparables como Uruguay o Chile. Ninguna política pública funciona cuando el estado no funciona. Quisiera centrarme aquí en la cuestión de la corrupción.

Sí, claro, en todas partes hay corrupción. Ese ha sido el tóxico y falaz discurso legitimador de la dirigencia kirchnerista. Seguramente hay algún funcionario infiel en Dinamarca o Nueva Zelanda, pero la distancia entre éstos y las cleptocracias de, por ejemplo, Mobutu en Congo o Mugabe en Zimbabue, es abismal. Aunque por razones obvias no hay datos duros sobre la cuestión, el Índice de Percepción de Corrupción de Transparency International dice que Argentina tiene un nivel de corrupción más cercano al de esas satrapías africanas que a los (muy buenos niveles) de Chile y Uruguay. En nuestra zona de la tabla (posición 107 de 167) están Etiopía, Gabón y Honduras. Los dos vecinos mencionados (puestos 23 y 21, respectivamente) se codean con Francia, Irlanda y Japón.

El “sentido común” de la corrupción

La Argentina ha sufrido una grave declinación en sus estándares de honestidad pública en los últimos 40 años. La dictadura militar primero, el menemismo más tarde, y últimamente los tres gobiernos kirchneristas contribuyeron a instalar más extendida y profundamente no sólo la corrupción, sino el “sentido común” de la corrupción. Ese que hace que tarde o temprano escuchemos al joven e idealista militante de un partido de la “nueva política” decir “pero bueno, estamos en Argentina, no se puede hacer política y ser totalmente honesto a la vez.” Si el lector siente que hay alguna verdad en la frase entrecomillada, es porque tendemos a ser víctimas fáciles del sentido común. El mismo sentido común que hasta Copérnico y Galileo hacía que todas las grandes mentes de la época consideraran obvio que la Tierra era el centro del universo.

Cuanto más extendida es la corrupción, y cuanto más extendido es el sentido común de que “así funcionan las cosas en este país”, más difícil es para un actor individual combatirla. Por más honesto y decidido que sea, ningún político, funcionario, juez, empresario, periodista o activista puede enfrentar el sistema solo. Es casi seguro que será derrotado por un amplio y extendido entramado de intereses amenazados por cualquier iniciativa anti-corrupción.

Un problema de acción colectiva

Hay un evidente problema de acción colectiva, es decir, pocos incentivos para asumir los costos de la lucha si los demás no hacen lo mismo al mismo tiempo. Hay en este país personas y organizaciones que trabajan en el sentido correcto. La corrupción ha sido revelada y en alguna medida limitada por la acción de políticos como Elisa Carrió y Margarita Stolbizer, de periodistas como Hugo Alconada Mon o Jorge Lanata, y de organizaciones como Poder Ciudadano. Pero falta masa crítica.

La coyuntura actual es extraordinariamente favorable para un avance decisivo en la cuestión, que nos permita pasar del vecindario de Etiopía al de Francia. El motivo de ello es el cambio de gobierno. No sólo porque hasta donde uno puede ver el nuevo liderazgo político del país está lejos de impulsar y proteger la corrupción como ocurrió bajo los cinco gobiernos de Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Kirchner, sino porque a) quitó el control de órganos clave en la investigación y represión de la corrupción (por ejemplo la AFIP, la UIF y la IGJ) a manos menos complacientes o cómplices y b) porque la mayor parte de los altos estamentos dirigentes del PRO no formaron parte de la corrupción menemista o kirchnerista.

La experiencia comparada, sin embargo, sugiere que hace falta más que un gobierno que no proteja la corrupción. La masa crítica que mencionaba arriba implica más periodistas, más jueces, más activistas y más empresarios comprometidos con la cuestión de manera sinérgica. Si varias organizaciones influyentes (como ACDE, la Iglesia Católica o la CTA, por mencionar algunas con la adecuada inclinación normativa) decidieran poner el tema al tope de su agenda, podrían contribuir decisivamente a llegar a ese “tipping point” después del cual las cosas cambian radicalmente.

Sobre el autor

Carlos Gervasoni

Profesor-Investigador del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella. Miembro del Consejo Académico de CADAL.

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