Valores

Hacia una cultura de la paz

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Cada sociedad tiene áreas sensibles que su propia experiencia histórica ha moldeado y debería orientar pautas de conducta y valores compartidos entre todos.

Para un país que, como la Argentina, aún no terminó de llorar a tantos muertos, exiliados, afectados y desaparecidos; la violencia como una manera de alcanzar objetivos políticos o la defensa por cualquier medio de parte del Estado, tienen un común denominador: terminan reduciendo a las personas a un rol meramente utilitario. Las personas, antes que ciudadanos o hasta militantes, son poleas de trasmisión de ideas, pasiones y acciones para poder conseguir lo que se busca afanosamente. El fin justifica cualquier tipo de intervención porque se lo eleva a los altares de esta religión laica.

Extrapolar las circunstancias del pasado para analizar el presente nunca es un ejercicio recomendable para calcar recetas para alumbrar las decisiones.  Levantar las inhibiciones que el dolor y la frustración ciudadana sembró en algunas generaciones en pos de conseguir victorias dialécticas no es recomendable si lo que se busca, afanosamente, es una convivencia armoniosa en la sociedad.

La violencia no se manifiesta solamente por sus expresiones más extremas: el asesinato, la tortura o la agresión física explícita. También puede adquirir otras formas que a veces escala hasta la concreción personal, pero muchas otras, queda encerrada en la esfera de la discusión y debate, que también encierra vendavales de pasiones encontradas. Es en este caso en que los valores y pautas culturales deberían operar para poner un bálsamo y evitar llegar a situaciones insultantes, a descalificar toda opinión diferente como si la cosmovisión de las cosas y, sobre todo, de la organización de la vida pública, fuera solamente patrimonio de una parte. La intensidad de las redes sociales y la amplificación de los medios de comunicación, muchas veces no tienen como finalidad dar a conocer una mirada sino someter dialécticamente y sin reparar medios a quienes están del otro lado. Todo vale en función de la lógica de ganar la partida, porque el botín es para uno solo.

Es casi un lugar común que, en situaciones de mucha intensidad en un conflicto como es la guerra, la verdad resulta ser la primera víctima. El esfuerzo por superar al “enemigo” justifica cualquier cosa porque está en juego la supervivencia.

La verdad es sólo un lujo en esas circunstancias. La otra omisión es la propia justicia: la dialéctica amigo-enemigo no se detiene en vericuetos procesales en los que se suele contemplar la administración de dar a cada uno lo suyo.

La visión de una sociedad dividida entre nosotros y ellos, tiene como consecuencia inmediata la justificación de cualquier forma de mirar y contar la realidad. En la hora de la posverdad, lo que importa no es si algo es verdadero, sólo si parece. Las visiones parecen encolumnarse detrás de una idea como bien supremo.

Esa brecha, casi palpable en la Argentina actual, es un dato de la realidad, pero no tiene una sentencia definitiva. No se cierra obviándola o enterrándola sino estableciendo puentes entre ambas orillas. Impulsando con creatividad, inteligencia y mucha constancia, mecanismos de diálogo y de consenso que suponen, antes que nada, que hay diversidad de cosmovisiones. Que la verdad existe, pero no puede monopolizarse. Que la conversación implica, antes que nada, escuchar lo que tenga para decir la otra persona, porque su sola condición humana la transforma en un ser valioso. Que la convivencia pacífica no es sólo una abstinencia de acciones violentas sino el producto de muchas acciones individuales que van tejiendo un entramado de respeto y solidaridad. Que el respeto por la ley no es un mero formalismo sino la aceptación de normas superiores a la voluntad de un individuo o un grupo.

Que la paz, en definitiva, es un bien superior a conquistar, porque no resulta, lamentablemente, algo obvio. Es tan importante que merece todos nuestros esfuerzos y, sobre todo, el acuerdo entre la dirigencia para consensuar acciones y proponer una agenda a la sociedad, mostrándoles, que la paz no sólo es posible, sino una obsesión que oriente nuestra conducta hasta el último detalle de nuestra vida en sociedad.

Sobre el autor

Tristán Rodríguez Loredo

Licenciado en Economía (UCA), Magister en Gestión de Empresas de Comunicación (U. de Navarra) y en Sociologa (UCA). Editor de Economía y columnista en Editorial Perfil.

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