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Terminar con la desmesura, misión de la nueva generación

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“Y el Señor alabó al administrador infiel,
Por haber obrado sagazmente.
Pues los hijos de las tinieblas
Son más sagaces que los hijos de la luz”
(Lucas 16:8)

Nuestro país vive hoy un dilema trascendente. Los últimos acontecimientos signados por la calle ocupada con consignas y enfrentamientos que nos recuerdan décadas que deberían estar superadas, nos sumen en la duda si, por fin, la Argentina aprendió la lección que le brinda su dolorosa historia.

Existe una nota de esperanza: vemos que una nueva generación ocupa puestos importantes en el gobierno y también en las expresiones de la oposición. En la vida de los países, el cambio generacional ha sido fuente de superación de viejas e inútiles antinomias porque los jóvenes no han vivido los enfrentamientos de sus padres, estando así en mejores condiciones para superar las divisiones (la “grieta” diríamos hoy) con propuestas superadoras que profundicen en aquello que nos une a los argentinos por encima de los intereses particulares o sectoriales y de las diversas opiniones políticas y económicas de cada uno.

Lo vivimos en la Argentina con la generación de 1837 cuando, en plena dictadura, supo sentar las bases de nuestra organización nacional, y en la de 1880 que superó definitivamente el sangriento enfrentamiento entre el centralismo unitario y el caudillismo federal creando el Estado Argentino.

Se vivió en Europa con la generación de postguerra que edificó sobre ruinas la unidad entre países duramente enfrentados durante siglos, para constituir la Unión que, aunque hoy se encuentre amenazada, mantiene una mística y racionalidad que permite esperar que sabrá superar la crisis.

Respecto a nuestro país, ¿habremos aprendido de nuestra historia?, ¿podremos dejar atrás nuestra tendencia a la desmesura e instalar la sensatez?

La desmesura, desgraciadamente, ha sido una característica de nuestra sociedad. Nos ha llevado desde entusiasmarnos con ideas populistas que, aparentemente, solucionaban problemas de corto plazo a, con idéntico entusiasmo, apoyar políticas de ajuste desmesurado cuando la sociedad no estaba en condiciones de asumirlas. En otros tiempos, esa actitud pendular derivó en la droga de los golpes militares y el abandono de nuestras instituciones. Porque en esto hay que ser sinceros, todos los sectores sociales y políticos, en algún momento de nuestra historia apoyaron la violencia armada como medio para hacerse del poder.

Esa desmesura la vemos hoy en los medios y las opiniones de politólogos que enfrentan dos conceptos que no son antinómicos: gestión y política. Algunos critican al Gobierno porque “gestiona” sin “hacer política”. Otros lo desaprueban porque no profundiza la “gestión” y transa con prácticas distributivas. Quizás olvidan que la política es el arte de lo posible y que no existe buena gestión sin política ni política buena sin gestión. Tanto para bien como para mal, este gobierno no tiene todo el poder y debe negociar hasta la extenuación para poder avanzar, como se puede, en las indispensables reformas de fondo que la Argentina necesita para salir de su decadencia.

Nuestra desmesura se traduce en impaciencia. Criticamos al populismo, pero predicamos uno de sus principales defectos: el “cortoplacismo”. Creemos que problemas complejos e importantes como la educación, la salud, la Justicia y la competitividad entre otros, pueden resolverse en un año cuando han sido generados durante cincuenta o más años con políticas demagógicas alejadas del bien común.

Aquellos que critican al gobierno porque tendría un “déficit de política” quizás no perciben que parte de ella es una bien entendida gestión de lo público en orden al bien común, dejando de lado intereses sectoriales que solo beneficia a los más poderosos.

En el campo empresarial, la desmesura se traduce en egoísmo traducido en reclamos, a veces legítimos, para fomentar el excesivo proteccionismo en su propio beneficio; renunciando al desafío de competir, asumir riesgos con vocación emprendedora y a poner el hombro para compartir el esfuerzo nacional necesario para enderezar el barco.

También la vemos en el ámbito de la lucha contra la corrupción: algunos, desde el pedestal de la pureza absoluta, no distinguen el grado de intensidad e inmoralidad que diferencian los actos del gobierno anterior del actual. Pero a la vez, también escuchamos a quienes minimizan actos reprochables de éste. La verdad pasa por el justo medio: ni una cosa ni la otra. La corrupción debe combatirse con una Justicia independiente que aunque todavía está lejos de conseguirse, hoy investiga también actos del gobierno en ejercicio, cosa que no ocurría desde hace mucho tiempo en la Argentina.

Otro de los signos de la desmesura es llevar la política a la calle y considerar que allí se da la lucha por el poder. En democracia esa lucha se da en las urnas, se articula en el Parlamento y se equilibra con la división de poderes. Así se dirimen las diferencias y se establecen los acuerdos que se le propone a la ciudadanía como proyecto de país al que se quiere llegar. No es sensato que continuemos con aquella práctica. Son válidas las manifestaciones y las expresiones populares siempre que respeten los derechos de los demás. Es inadmisible que desde las mismas se aliente el golpe de estado, la violencia y se descalifique la legitimidad de origen de quienes han sido elegidos por el pueblo.

A nuestros políticos y dirigentes en general, especialmente a la nueva generación que hoy va ocupando esos espacios, se aplica la cita evangélica que encabeza esta nota: frente a la sagacidad que muestran muchos representantes de viejas y deleznables prácticas, debemos responder con la prudencia y la fortaleza que nos permita conciliar aquellos actos propios de la política arquitectónica; aquella que busca concretar medidas profundas en aras del bien común, con acciones de coyuntura, indispensables para asegurar el necesario rumbo, repartir tan equitativamente como sea posible los costos y evitar la vuelta al poder de personajes que, sabemos, volverán a sumirnos en el reino de la desmesura.

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