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Alcanzar las promesas

Escrito por Consejo Editorial
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Editorial de Cuaresma

«En seguida el Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás» (Mc 1,12)

 

Antes de lanzarse a su misión pública de anuncio del Reino, Jesús vivió una particular experiencia. A ella se refieren los cuarenta días que abarca la Cuaresma, momento en que la Iglesia invita a sus fieles a una profunda conversión que nos disponga a la Vida Nueva que brota de la Pascua. En un presente marcado por la constante aceleración y el cambio permanente somos hoy invitados a detenernos, a darnos un espacio de introspección.

Son muchas las referencias que se pueden encontrar en las Sagradas Escrituras del número 40. Históricamente, todas ellas encuentran su fuente en una experiencia originante que marca su primer sentido: los 40 años que el pueblo de Israel transitó por el desierto desde que dejó atrás la esclavitud de Egipto hasta que alcanzó la tierra prometida. Es el lapso que separa la acción liberadora de Dios de una aceptación plena del hombre que le permita usar bien esta libertad.

Una promesa, un fracaso, una nueva oportunidad

El camino de Egipto a Canaán recorre menos de 900 kilómetros. Aún pensando en las dificultades de la época del Éxodo y en lo que implicaba la mudanza de todo un pueblo para realizar el trayecto, pareciera no haber correspondencia entre el trayecto y los muchos años que les llevó el recorrerlo. La explicación puede ser hallada en una razón más religiosa que física. En el vínculo de Dios con su pueblo hay una cercanía o distancia que quedó allí reflejada. Expresa la comunión o su ausencia entre Aquel que hizo la promesa de una tierra nueva y quienes debían cumplir una alianza para alcanzarla.

En lo habitual todo cambio importante demanda tiempo. En la Palabra de Dios el número cuarenta marca esa necesidad. No basta un solo acontecimiento o una decisión puntual, por más radical que parezca, para que todo sea reconducido en el sentido deseado. Mucho tiene que ver con esto la propia debilidad, pero también la poca coherencia  y la falta de fidelidad con que vivimos la decisión primera ante las adversidades.

Al Pueblo de Dios no le bastó con reconocer al Señor como su liberador o descubrirse Su pueblo y decidirse a cumplir el curso que las tablas de la Ley le trazaban. En el camino, perdió la confianza y la paciencia, pecó y fue detrás de otros dioses. Tuvo que aprender con dolor que el alejarse del destino que el Señor le marcaba, siempre terminaba por apartarlo de su meta y alargaba su peregrinación.

Los cuarenta años del desierto, como los días del diluvio, los de la huída del profeta Elías y los de las tentaciones de Jesús, entre otros ejemplos, nos hablan también de una prueba. La infinita misericordia de Dios evita juzgar y dictar una inmediata y terrible sentencia condenatoria. El tiempo es entonces un gesto de compasión en el cual el Señor nos empuja reiteradamente a una misma prueba. Ante nuestro fracaso, su paciente pedagogía nos ayuda a hacer experiencia de nuestros errores y pecados, a asumir nuestra culpa y arrepentirnos, para poder reconducir nuestras vidas, eligiendo mejor nuestra opción.

Pero el amor de Dios no es ciego ni distante. Las nuevas oportunidades que nos da tienen un alto costo. Ante el rechazo a cada una de sus invitaciones, hay consecuencias concretas que deben ser enfrentadas. El sufrimiento, la tristeza, el no poder lograr el objetivo anhelado son los que experimentamos nosotros. La cruz de Cristo es la que experimenta el Hijo de Dios hecho hombre, para ganarnos desde su entrega la posibilidad de arrepentirnos y purificarnos.

Los cuarenta días cuaresmales son así un tiempo extenso, pero al mismo tiempo acotado. Y esto nos abre a la esperanza. Son un tiempo de dolor y tribulación en la toma de conciencia de la felicidad perdida, de la meta no alcanzada. Pero al mismo tiempo, con la reflexión y  el arrepentimiento se nos abre un horizonte nuevo y la posibilidad de dejarnos conducir, ahora sí, al lugar que al que tanto necesitamos arribar.

Una nación, una promesa

Una nación es, en cierta forma, una promesa permanente. Los individuos se conforman como un mismo pueblo solo en la medida en que se aúnan sus deseos y anhelos, sus proyectos y esperanzas, y empiezan a hacer de su búsqueda una tarea en común. No bastan un nombre, una bandera, un himno o un mundial de futbol para ser nación. Sin valores no negociables por parte del conjunto social, vagamos por un desierto sin alcanzar nunca la meta.

¿Dejará algún día la Argentina de andar sin rumbo por el desierto donde la hacen permanecer los intereses particulares, egoísmos y mezquindades de quienes debieran como dirigentes servir al pueblo? Si la vida no vale ni cuando se gesta ni cuando un anciano debiera tener la prioridad para vacunarse, si la verdad del presente y del pasado pueden ser acomodadas a las conveniencias de lo que se quiere afirmar, si se pretende que la justicia tenga criterios diferentes según quien sea aquel a quien se juzga, la Tierra Santa de las promesas estará cada vez más lejos. Si la fraternidad se reduce a acuerdos de conveniencia momentánea, si los que pasan hambre o no tienen techo son usados políticamente en vez de ser ayudados a reencauzar sus vidas en un trabajo digno, ¿realmente creemos que pisaremos algo más que arena?

También nuestras empresas son una promesa. Tienen el compromiso con la sociedad que las acoge de brindar buenos bienes y servicios, de dar trabajo, de generar una riqueza que no pierda nunca de vista el destino universal de los bienes, de involucrarse con los problemas de los muchos que van quedando al margen de la sociedad, de no escapar o esconderse cuando hay que enfrentar la tormenta.

Luego de cuarenta días, celebraremos que Jesús crucificado vuelve a darnos la posibilidad de elegir bien para llegar a buen destino. La Gracia que brota de su entrega puede alcanzarnos en lo personal y en lo social. Depende de nosotros ser una nación, un pueblo, que se encamine firmemente a la tierra prometida que anhelamos o seguir dando vueltas sin rumbo.

Sobre el autor

Consejo Editorial

Consejo Editorial de Portal Empresa, la revista digital de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE).

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1 comentario

  • Muy buena reflexión resignificando la Cuaresma. Una alegría leerlo. Felicitaciones.

    Argentina, hoy se enfrenta con los demonios que supo parir. El fracaso económico y social se construyó con metódica presición, diversos son los factores que contribuyen a ello. El vacío ético en el manejo de la cosa pública no es solo por la carencia de principios de sus responsables sino, también, por la endeble actitud defensiva de quienes por indolencia, incapacidad o concupiscente asociación con aquellos, abandonaron el camino del bien hacer.

    Podemos recuperarnos?… La oportunidad siempre está allí y serenamente nos espera. En principio, debemos reconciliarnos con el deseo permanente del bien y de todo aquello que en su ejercicio se construye. La justa, justicia, tan necesaria e imprescindible. Los frutos de una economía bien desarrollada y al servicio de las personas. El progreso entendido no, como la oportunidad exacerbada de un consumismo indolente sino, como la construcción de un ser superior en humanidad. Donde la preservación de la vida sea el principio y el fin de todo esfuerzo y esta se entienda como un bien absoluto. Somos muchos los que conocemos cuál es el camino de la verdad. El único. Es nuestro deber impostergable luchar por su restablecimiento y poner en acción todo aquello que nos fue dado para su construcción. Con la bendición de Dios; Que así sea.

    Con mi mayor respeto. Les envió un fraternal abrazo.