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¡Despierta, Argentina!

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El sueño americano

El barco “Re Vittorio” era uno de los buques “Regal” que la compañía NGI (Navegazione Generale Italiana) mandó a construir en el segundo lustro del siglo XX para realizar la ruta al Río de la Plata. Podía transportar 100 pasajeros en los camarotes de primera clase, 124 en segunda clase y 900 más en la tercera. Fue botado en el año 1907 y al año siguiente realizaría su primer viaje. Eran años donde millones de inmigrantes dejaban su tierra natal para aventurarse en el “Nuevo Mundo”, buscando un mejor porvenir. En América se respiraban aires de libertad, progreso y oportunidades. Las jóvenes democracias del norte y del sur del continente ofrecían horizontes de prosperidad, trabajo y educación, en un marco de instituciones republicanas, donde la libertad y la justicia eran posibles. Con recursos naturales y extensiones impensables para Europa, estas tierras se ofrecían casi vírgenes para que manos trabajadoras las hicieran florecer y le sacaran mucho fruto y riqueza.

Corría el año 1909 cuando mi bisabuelo, Dino José Boccacci, se dirigió a Génova junto con uno de sus hermanos menores, llevando consigo dos boletos de segunda para el “Re Vittorio”. El 30 de agosto, a sus 24 años, arribaba a Buenos Aires, junto con otros cientos de compatriotas. A pesar de ser perito mercantil en su Livorno natal -ciudad portuaria cercana a Pisa y a Florencia- había decidido buscar nuevas oportunidades en la Argentina del Centenario. Y las encontró… Aquí se casó y formó una familia. Fundó una empresa textil, que luego con sus tres hijos se convertiría en la “Tintorería Industrial Americana” y muchos años después, en el año 1952, sería uno de los 67 socios fundadores de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE). Mi abuelo, a su vez, tuvo cuatro hijos varones: mi padre Ricardo, egresado del Nacional Buenos Aires, médico de la UBA y jubilado como perito médico de la CSJN; Jorge, Capitán de Navío (R), egresado de las mismas dos instituciones, veterano de Malvinas y sobreviviente del hundimiento del ARA Gral. Belgrano; Roberto, Juez de Tribunal en lo Criminal de la provincia de Buenos Aires (jubilado) y Horacio, Contador Público, consultor y empresario. Una historia bastante común, que casi podríamos adivinar sin conocerla, o reemplazar nombres y apellidos y aplicarla a miles de familias argentinas. Una historia de renuncias, sacrificios y dolores, pero de cuyo esfuerzo surgen logros, futuro y muchos frutos. Esa era la Argentina de nuestros antepasados, donde era una realidad que, con educación, trabajo y esfuerzo, cada generación podía aspirar a superar a la anterior.

Del sueño a la pesadilla

Pocos años bastaron para convertir esta tierra casi deshabitada en un vergel. Un sueño, en la cabeza de unos cuantos patriotas, plasmada con el esfuerzo de muchos, nos convirtió en una potencia regional y mundial. Pero también pocos años bastaron para convertir ese oasis en un desierto y ese sueño en una pesadilla. Cada año que pasa, nos encuentra más hundidos en la decadencia espiritual, moral, cultural y material de nuestra nación. Hace décadas que estamos sin rumbo, dando tumbos, sin ideas, sin norte, sin sueños. Podríamos tomar decenas de estadísticas e indicadores que muestran esta realidad. Pero con uno sólo basta y sobra para graficar el fracaso rotundo en el que estamos inmersos: el 45,2% de los argentinos es pobre y en el Conurbano bonaerense esta cifra aumenta hasta alcanzar al 52% de sus habitantes. Y lo que es aún más terrible y escandaloso: el 62% de los menores de 14 años son pobres (2 de cada 3) y en el Conurbano llegamos al 72,7% (3 de cada 4). Por si hace falta ser más crudos aún: imaginemos cuatro niños esperando sentarse a la mesa… pero sólo uno está invitado. Este es el gran fracaso argentino, el de nuestra sociedad y el de nuestra dirigencia. Sin dudas, la dirigencia política tiene la mayor responsabilidad, ya que está en sus manos conducir los destinos del país. Pero todos tenemos nuestra parte en esto: también la dirigencia empresarial, sindical, social, religiosa y cultural… nadie puede desentenderse de semejante tragedia.

No hay dudas de que nos encontramos en uno de los momentos de mayor incertidumbre y desconcierto de nuestra historia. Hemos llegado como sociedad hasta límites inimaginables de pobreza, abandono y desesperanza. Nos sentimos al borde del abismo y al límite de nuestras fuerzas: abatidos, maltratados y sin horizontes. Nuestras fuerzas flaquean. Llevamos años de sinsabores y frustraciones. Nos vamos convenciendo de que es normal lo que estamos viviendo, de que no hay alternativa posible. No hay salida: ya probamos todo y algo siempre falla.  Debemos conformarnos con lo que tenemos; no es posible soñar ni siquiera con lo que ya alguna vez logramos ser.

El coraje de ser felices

Sin embargo, no me resigno. Debemos volver a encender el fuego sagrado en nuestros corazones. Recuperar la mística y el sentido del heroísmo de nuestros próceres y el espíritu emprendedor y la cultura de trabajo de los inmigrantes -de nuestros abuelos y antepasados. Aquel espíritu que los llevó a dejar atrás lo conocido y lanzarse sin demasiadas certezas, hacia un futuro que era pura potencialidad. Esa cultura que, a fuerza de sudor y lágrimas, construyó un futuro mejor para ellos y para sus hijos, cada vez que abrieron un comercio, que fundaron una empresa o que desarrollaron, innovaron y agregaron valor a la realidad que tenían entre manos.

Nuestro querido y venerable Enrique Shaw, en una carta escrita el día de la primavera de 1942, le decía a su esposa Cecilia: “Debemos tener, como alguna vez te mencioné, cuando casi me olvido de él, el “coraje de ser felices”, (…) con sencillez y fe, con esa fortaleza que es una de las cuatro virtudes cardinales”. Coraje y fortaleza, sencillez y fe. Es el llamado de la hora.

En pocos años torcimos el rumbo de la historia y forjamos un destino mejor. Hoy podemos volver a hacerlo. Una sola generación que tenga el “coraje de ser felices”, que tenga la fortaleza, la sencillez y la fe suficientes, puede volver a cambiar la historia “para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

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