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La última palabra

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“La obra maestra de la legislación es saber dar con acierto el poder de juzgar”

Montesquieu, “El Espíritu de las Leyes” Libro XI, Capitulo XI.

 

La organización institucional de toda sociedad democrática requiere la instrumentación de un mecanismo que permita, por un lado, asegurar que el pueblo elija libre y periódicamente a sus gobernantes y, además, que estos gobernantes elegidos se sometan a la ley como garantía del respeto a las minorías a fin de otorgar continuidad y seguridad a todos los habitantes en sus actividades, planes y aspiraciones.

No es razonable pensar que aquellos elegidos periódicamente asuman el poder sin límite alguno ni control por parte de órganos creados para ello pues, si así fuera, las mayorías transitorias podrían establecer una verdadera dictadura. La experiencia histórica indica que cuando esto ocurre, inmediatamente se abandona la periodicidad en las funciones y caemos en el despotismo donde nadie está seguro ni puede hacer planes, pues las reglas de juego dependerán del capricho o voluntad de unos pocos.

Organizar la limitación al poder fue una constante en la historia de las naciones. En la antigüedad se buscaba la instauración de “gobierno mixto” compuesto por magistraturas que representaran todos los sectores de la sociedad y se controlaran recíprocamente.

Las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII vislumbraron una solución mediante el sistema de división de funciones entre distintos órganos para evitar la concentración del poder. Así surgió la clásica división en tres órganos diferentes e independientes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial.

Pero aun cuando esa estructura, al parcelar las distintas funciones, parecía garantizar los perniciosos efectos de la concentración del poder, subsistía un dilema que trajo aparejados conflictos que, en algunos países, todavía no están resueltos. Se trata de determinar quién tiene la última palabra en materia de interpretación y aplicación de la ley; cuál es el poder que determina si las decisiones de los otros respetan la Constitución como Ley Fundamental.

El sistema institucional de nuestra Constitución, desde sus orígenes, respondió a este dilema otorgándole al Poder Judicial esa “última palabra”. Inspirada en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, otorga a los jueces la facultad de controlar a los otros dos poderes. Pero no se trata de una facultad desmadrada o excesiva. A los jueces se los reviste de ciertas garantías para asegurar su independencia, como es la estabilidad en el cargo. Pero, a su vez, ese poder tan vasto no pueden ejercerlo de oficio. Es necesario que algún ciudadano o grupo lo pida expresamente, en una acción judicial. A su vez, los jueces son nombrados con la intervención de los otros dos órganos de gobierno, lo cual les da la legitimidad democrática de origen y sus pronunciamientos solo valen en el caso concreto que resuelven; no tienen la facultad de derogar en forma general las leyes o decretos emanados del Ejecutivo o el Legislativo y deben contar con la colaboración del primero para hacer cumplir sus sentencias. En definitiva, sus decisiones se imponen por su ejemplaridad.

Se trata de un preciso mecanismo de relojería: Hay dos poderes, representantes de la opinión de las mayorías, que se eligen y renuevan periódicamente. Los componentes de éstos -que no necesariamente responden a las misma ideas- eligen en forma conjunta a quienes integran el tercero (el Judicial), a los cuales la Ley Fundamental les asegura estabilidad mientras dure su buena conducta. De esta manera, la composición del Poder Judicial varía en forma pausada y enlaza las ideas que representan quienes periódicamente integran el Ejecutivo y el Legislativo. Esta estabilidad asegura su independencia pues, con ella, los integrantes del sistema judicial (Jueces, Fiscales y Defensores públicos), pueden resolver según su conciencia sin depender de las variables opiniones reflejadas en los integrantes del ejecutivo y el legislativo como también de otros factores de poder existentes en la sociedad que reflejan los intereses de grupos de presión profesional, religioso o cultural.

Lamentablemente, este sistema está en peligro hoy en la Argentina. Por un lado, lo amenaza la deficiente composición que hoy tiene el Consejo de la Magistratura que, en lugar de cumplir una función técnica orientada a seleccionar los candidatos a jueces más capacitados para someter las ternas al presidente, se ha convertido en un ámbito de negociaciones política partidarias que se pretendió evitar al introducirlo en nuestra Constitución el año 1994.

Pero el mayor peligro surge de las ideas difundidas por sectores del oficialismo en donde se predica la necesidad de una supuesta reforma judicial cuyo único objeto es asegurar la impunidad a funcionarios sospechados de corrupción y también desvirtuar el papel de control de los actos del Ejecutivo y Legislativo. Lo vemos claramente en la propuesta de aumentar el número de jueces de la Corte Suprema, en la intención de quitarle estabilidad al órgano que dirige los fiscales -la Procuración de la Nación- y en maniobras tendientes a desplazar jueces independientes para reemplazarlos por personas que, con sus antecedentes y manifestaciones públicas, demuestran su adhesión a la ideología gobernante.

Se está intentando, en forma desembozada, cambiar nuestro sistema constitucional reemplazándolo por uno donde la Justicia sea un mero servicio sin ninguna facultad de control ni independencia de los otros dos poderes. Si ello ocurre, desaparecerá la república, la seguridad jurídica y toda posibilidad de atraer las inversiones que son necesarias para crear riqueza y derrotar a la pobreza.

 

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