Valores

Homo techne (4). La valoración ética que orienta el desarrollo tecnológico.

El Mago de Oz
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Un origen sobrenatural

En el artículo anterior hablamos de la original integridad del ser humano: un compuesto indivisible formado por un aspecto natural o físico y otro sobrenatural o metafísico. Los términos físico y natural, etimológicamente, nos refieren a lo mismo, a algo relativo a la naturaleza, algo que es materia y que percibimos con nuestros sentidos. En contraposición, algo sobre-natural o meta-físico excede los límites de lo natural o físico. Al hablar en estos términos, por tanto, reconocemos que el primero de estos dos aspectos del ser humano refiere a nuestro cuerpo, que podemos estudiar científicamente sin mayores dificultades. El aspecto místico o misterioso al que también nos referimos corresponde a ese algo más sobrenatural (incorpóreo, inmaterial, metafísico) que está más allá de lo que podemos ver y tocar. La biblia hebrea, ¡desde el comienzo!, lo llama “imagen y semejanza de Dios” y narra su génesis en el hálito divino, en ese soplo o infusión en la naturaleza humana que la separa del resto de los animales y la mueve y direcciona hacia su progreso, que la orienta hacia su plenitud. La filosofía clásica y la tradición cristiana expresan ese algo sobrenatural como la unidad de entendimiento y voluntad, mente y corazón, alma y espíritu; la filosofía contemporánea de la mente nos habla de consciencia, de ese algo del que proceden los rasgos propiamente humanos de intencionalidad y libertad. Estas expresiones lingüísticas pretenden aproximarnos a esa chispa existencial que cada ser humano posee y que ordena todo su ser (natural y sobrenatural; físico y metafísico) de una manera única e irrepetible, y que claramente se expresa técnica y éticamente.

 

El ser humano es esencialmente técnico

La esencia humana se expresa técnicamente en el sentido clásico de téchne (griego) o ars (latín), términos de los que descienden nuestra técnica y arte, respectivamente. Hoy estas palabras tienen sentidos distintos, pero en sus orígenes eran equivalentes. Nos referían, como se mencionó, a un saber hacer, a una habilidad; más específicamente, a un conocimiento adquirido que se aplica para producir algo. Ambos términos se contrastaban con los de episteme (griego) o scientia (latín), ambos referidos a un conocimiento que se adquiere sin otro fin que el de saber. En este sentido, la tecnología (en cuanto es el estudio, -logia, de la técnica, del conocimiento práctico) está siempre direccionada a un para qué y con frecuencia se nutre de la episteme que nos aporta la ciencia. Desde esta perspectiva, la técnica que el humano crea viene siempre acompañada de proyección, de un propósito. El ser humano, literalmente, se proyecta en las actividades que la técnica posibilita, en un horizonte de propósitos que, como reflexiona Heidegger, le permiten al ser humano trascender su inmediatez.

Esto se ve ilustrado de manera elocuente en la secuencia inicial (bien titulada El despertar del hombre) de la película de Stanley Kubrick, Odisea en el espacio 2001. La escena es icónica: en medio de una inmensidad natural, irreflexiva y apática, un homínido, semejante a Lucy, de pronto ve un hueso que hasta entonces era un objeto más entre otros, y algo cambia. De repente, su consciencia se despierta, se prende, y el objeto se vuelve una herramienta de caza, de defensa, de supervivencia. Inmediatamente, proyecta todas las posibilidades que antes le eran inaccesibles. La película une, correctamente, el desarrollo humano a su consciencia que se expresa, entre otras cosas, en la creación de técnica.

Por otra parte, la técnica (en este sentido de proyección y trascendencia) que el humano crea jamás podría ser creada por una consciencia animal ni algorítmica porque aquella refleja siempre, sin excepción, la capacidad propia del ser humano de “despegarse” de su corporalidad y de su entorno material (y de las leyes que lo determinan). Esto es lo que el animal, sin ese salto cualitativo (ese “despertar de la consciencia” que muestra la película), jamás podrá hacer; permanece “atado” a sus impulsos naturales y a las leyes físicas que determinan (sin excepción) todo lo puramente natural. Lo mismo ocurre con el artefacto artificialmente inteligente. No importa lo comprensivo que sea el algoritmo, ni lo eficaz del substrato eléctrico que lo compute en bits o cúbits, puesto que de lo que hablamos es, justamente, de la incapacidad del algoritmo de elevarse por sobre las propias instrucciones (leyes, reglas) que, por definición, lo constituyen y determinan.

 

Y esencialmente ético

A su vez, la esencia humana se expresa éticamente, en el sentido de que el ser humano es esencialmente intencional y libre. Ambos términos son claves en la historia de la filosofía y, puntualmente, en la filosofía de la mente. La intencionalidad es un rasgo fundamental de la consciencia del ser humano que le permite distanciarse de la realidad para poder contemplarla. La libertad es el margen de decisión que tiene el ser humano; es su poder de arbitrar entre las cosas que intencionalmente contempla: como si fuera un árbitro que debe decidir qué acciones realizar —de aquí viene el conocido término libre albedrío que en los modernos debates sobre libertad y determinismo con frecuencia se malinterpreta—.

Una vez “despegado” de la realidad natural, libre de sus leyes determinantes, el humano descubre que tiene margen para decidir, optar, autodeterminar sus acciones. Cada vez que el ser humano actúa, por tanto, decide entre opciones que pondera conforme un criterio de valoración, de bondad, si es que la decisión se toma de manera racional y no condicionada por impulsos animales o factores externos. Como ya hemos advertido, ese criterio de decisión con el que el ser humano ejerce racionalmente su libertad (esencial) es, ni más ni menos, la ética.

En este sentido, el ser humano, en la medida que actúa libre y racionalmente, jamás deja de actuar éticamente. En otras palabras, los términos acción libre y acción ética tienen la misma extensión, aplican a las mismas cosas. Desde esta perspectiva, se sigue que los animales y los artefactos inteligentes —en la medida que no posean esta capacidad de contemplar y de arbitrar libremente entre opciones—, no importa que tan racionales nos resulten sus movimientos, solo reaccionan ante estímulos, siguiendo leyes naturales expresadas en su biología o instrucciones codificadas en sus algoritmos.

Se sigue también que el ser humano, en sus acciones libres, expresa lo que realmente cree sobre lo que él es y sobre su relación con su entorno. Toda decisión, por ínfima e inocua que sea, expresa ese sistema de valoración que, de manera explícita o implícita, tiene un extremo superior que amamos y valoramos sobre todas las cosas (que adoramos porque, lo aceptemos o no, dirigimos hacia él todas nuestras acciones) y un extremo inferior que tememos y evitamos (que despreciamos, dirigimos todas nuestras acciones lejos de él). Esto es, el ser humano habla y profesa su credo en el lenguaje de sus acciones en todo momento, ¡lo sepa o no!

 

La tecnología presupone la ética

De lo dicho, sacamos esta sencilla conclusión: la ética, en cuanto criterio de valoración que nos permite decidir nuestras acciones (conforme el valor que esperamos obtener de ellas), jamás puede determinarse por la tecnología ni la ciencia, puesto que tanto una como la otra la presuponen —esto es, la dan por sentada, la tienen como uno de sus prerrequisitos—.

¿Por qué desarrollamos técnicas? ¿Por qué buscamos saber? Porque valoramos los propósitos que perseguimos con la técnica, los fines, los paraqués que esperamos alcanzar con nuestro saber hacer, con nuestra tecnología. Del mismo modo, valoramos la ciencia, el conocimiento por el conocimiento mismo, porque lo presuponemos bueno. Esta es una valoración fundamental (anterior a toda ciencia) que direcciona a las personas a investigar científicamente las cosas.

Ahora bien, ¿de dónde viene ese criterio de valoración anterior a nuestra ciencia y a nuestra tecnología? Con seguridad, no viene de nuestro “costado natural” porque desde nuestra constitución natural nos es imposible “despegarnos” de nuestro entorno para poder contemplar intencionalmente las cosas a nuestro alrededor, que es el prerrequisito para luego valorarlas; simplemente, al igual que lo hace el resto de los animales, padecemos impulsos naturales que nos compelen a desearlas o rechazarlas. Todas las cosas en la naturaleza que experimentamos y que la ciencia investiga están determinadas: no tienen margen para decidir intencionalmente, para contemplar opciones y arbitrar entre ellas. Los animales, que tienen la capacidad de animación, se mueven reaccionando a estímulos que no controlan —esto es, sus consciencias no se distinguen de sus impulsos; son incapaces de optar o decidir qué hacer, solo obedecen (ciegamente) al impulso más fuerte—; los objetos inertes (pequeños o macizos; partículas elementales o supernovas), por su parte, son movidos por causas externas a ellos que la física explica a partir de cuatro interacciones (o fuerzas) fundamentales. Donde no hay decisión posible, no hay criterio de decisión ni valoración posible, porque no hay opciones sobre las que decidir o valorar. El criterio de decisión emerge como un rasgo de la consciencia capaz de contemplar las cosas y valorarlas, ponderándolas, priorizando unas sobre otras; más aún, la consciencia todo lo contempla éticamente en la medida que todo lo valora, todo lo pondera.

¿Cuál es el origen de esta regla o medida que da valor a todas las cosas y que nuestra teoría ética formaliza? Claramente, emerge desde nuestro “costado sobrenatural”; o, mejor dicho, ¡comparte su mismo origen místico! Desde donde surge nuestra consciencia capaz de contemplar y arbitrar libremente entre las cosas, surge también la vara o la regla con la que lo hacemos.

Sobre el autor

Santiago L. García Balcarce

Emprendedor tecnológico y filósofo. Fundador del Sello Editorial ROCAlogos . Autor de la obra de literatura filosófica QUI EST: En busca del sentido perdido.

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