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Dirigentes cristianos, la columna del Padre Daniel Díaz

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El Padre Daniel Díaz, nuestro asesor doctrinal, nos invita a detenernos y a mirar hacia adentro: ¿cómo nos definimos en nuestro rol dentro de la empresa? Una reflexión sobre el valor de ser “dirigente”, no como título, sino como vocación y misión al servicio del bien común. Al finalizar el texto, podrás explorar la versión podcast en Spotify y Youtube.

Queridos amigos de ACDE,

Me ha sucedido a lo largo de estos años junto a uds. que en distintas conversaciones han surgido indirectamente comentarios respecto a qué término prefiere cada uno utilizar para hablar de sí mismo en tanto persona que desarrolla su actividad, vocación y misión en el ámbito de las empresas. En general surgen palabras que tienen que ver con algún aspecto en particular de las tareas que les toca asumir y que, a su vez, los distingue de los demás: líderes, emprendedores, gestores, administradores, ejecutivos, supervisores, coordinadores, jefes. En su origen nuestra querida ACDE decidió denominar a quienes estaban invitados a participar en ella como “dirigentes”. 

Antes de continuar la reflexión, los invito a detenerse un momento para preguntarse y responder de modo inmediato, casi sin pensar las razones: ¿Cuál elegirían ustedes? Les doy un instante: díganse “Yo soy …”. La respuesta que hayan dado devela algo del modo en que cada uno se percibe a sí mismo, de sus deseos y sus metas, de sus necesidades. Cada palabra destaca algo en particular y en consecuencia, aun sin proponérselo, da un lugar menor a otros aspectos.  Habla de nuestras prioridades. Esto no es absoluto para definirnos. No hay respuestas correctas o equivocadas. Cualquiera de ellas es solo una ocasión para mirarnos a nosotros mismos y reflexionar por dónde andamos.

Sin descartar la validez de cada opción, quiero detenerme aquí en el término “dirigente”, el que nos propone nuestra Asociación en su nombre. Éste implica que un sujeto lleva adelante una acción concreta: dirigir o guiar. Optar por ella es elegir definirnos por ser uno de “los que dirigen”. El centro, en este caso, está puesto en la capacidad y la búsqueda de dar una dirección, un sentido, una orientación; de llevar a otros a un cierto lugar. En nuestro caso, como cristianos, dar dirección se hace una vocación y una misión. Reconocemos en Dios el origen de nuestra circunstancia y, por tanto, tenemos que agradecer la confianza que ha depositado en nosotros, el privilegio de un llamado que Él nos ha hecho. 

Usualmente hablamos de “dar una dirección” cuando damos las indicaciones que pueden permitir referir o ser referidos a un lugar determinado por su calle y número, ciudad, país. Son datos que posibilitan llegar a un cierto lugar a quienes no podrían lograr ese objetivo por sí solos. Hay un conocimiento o saber que se abre a otros para vislumbrar el destino hacia el cual se quiere o necesita caminar. Pensándolo para nosotros, la dirección final que proponemos se referirá a aspectos económicos y financieros, de producción o comercialización, u otros aspectos similares, pero nunca podrá dejar de lado nuestra fe y nuestros valores. Estos no pueden ser reducidos a los espacios libres que dejen los anteriores.

Si asumimos como tarea que nos es propia la “dirección” debemos reconocer que puede pasarnos que a priori no nos sintamos tan cómodos con esta opción terminológica. Vivimos en una sociedad que por abusos pasados tiene un profundo rechazo hacia todo lo que pueda significar una imposición, un sometimiento. En esta herida, no siempre nos es fácil distinguir la verdadera y necesaria autoridad, del autoritarismo. Reconciliarnos con esta elección implica darnos cuenta de que ser responsable de esta tarea no tiene nada de malo o reprochable. La genuina autoridad no implica un no respetar a los demás o no valorarlos, al contrario. En todo caso deberemos estar atentos para que podamos vivirla con espíritu de humildad, de servicio, y hasta de entrega de nuestra propia persona por el bien común y el de quienes nos rodean.

La acción de dirigir también nos hace tomar conciencia de una pregunta que no debemos dejar de hacernos: ¿A quién estoy dirigiendo? La respuesta parece sencilla, pero tienen sus matices. Es una pregunta que nos obliga a asumir la vida de quienes se nos confían. En primer lugar, a quien debo dirigir es a la empresa o, según el caso, a una parte de ella que se me ha encomendado. Es un sujeto colectivo. Pero como tal, no diluye a las personas ni a su dignidad, sino que debe asumir e incluir a todos los que, con distinto grado de pertenencia y afectación, están vinculadas a la organización. Aspectos como el desarrollo personal de cada uno o la responsabilidad social que nos toca hacia todos no pueden nunca ser omitidos. Si ahondamos la pregunta, con todos nuestros límites y pequeñas posibilidades, con toda la libertad que debemos respetar en los demás, no debemos olvidar que estamos guiando a todos hacia el Reino de los Cielos. 

Pidamos al Señor que como buenos dirigentes podamos tener una visión clara y evangélica del destino hacia el que el Señor nos pide dirigir nuestras organizaciones y a quienes las conforman, y que seamos capaces de comunicarlo y contagiar con entusiasmo y pasión el deseo por alcanzarlo. Que Dios los bendiga a todos.


Escuchá este episodio, disponible en tu plataforma de podcast preferida, y sumate a la reflexión.

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