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El enigma de la confianza

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El Digital News Report 2025 que publica el Reuters Institute confirma que la confianza en los medios de comunicación sigue en baja en todo el mundo. Una tendencia que contrasta con el afianzamiento de otras fuentes que las audiencias identifican como “alguien como yo”.

Trust. Nuestros ancestros más lejanos sólo creían en lo que percibían sus sentidos. Así, cautelosos, con un garrote en la mano, es como salieron de las cuevas. Sus descendientes, de a poco, aprendieron a confiar en lo que decían otros: los ancianos, los sacerdotes, los sabios… Desde hace unos cientos de años le creemos (a veces) a la autoridad civil, y desde el siglo XVIII depositamos nuestra confianza en el oráculo de los científicos. Hace poco más de 200 años —o sea anteayer— la gente empezó a confiar también en personas a las que nunca habían visto pero publicaban sus versiones de la realidad en rudimentarios periódicos impresos. Los caprichos del alma humana son fascinantes.

El recientemente publicado Digital News Report 2025 del Reuters Institute muestra que la confianza que supieron inspirar los medios de comunicación a sus audiencias, y que se mantuvo por casi dos siglos, va en declive. A nivel global, sólo el 40% de los encuestados dice confiar en las noticias que publican los medios, y en países como la Argentina, los Estados Unidos o el Reino Unido, esa cifra cae por debajo del 35%. Así, mientras los medios tradicionales se enfrentan al escepticismo generalizado, crece la cantidad de personas que confían en periodistas, influencers o “creadores de contenido” —whatever that means— que transmiten desde sus casas y, por no ser parte de una gran estructura, lucen como más genuinos. Cuanto menos profesionales parecen, más les creen.

Esto, que luce como un cambio de paradigma en toda regla, admite algunas claves de análisis:

En algún sentido, parece que volviéramos a los tiempos en los que nuestros ancestros lejanos —todavía muy primitivos en sus habilidades sociales— confiaban sólo en los de su propia tribu. Los políticos, expertos en confrontar, saben cómo sacarle rédito a eso. Las empresas, en cambio, tienen que aprender a conversar con públicos adictos, sobreestimulados por la adrenalina del conflicto. No hay tiempo para aburrirse.

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