Además de la finalidad obvia del descanso, las vacaciones de fin de año dan la oportunidad para descubrir una mejor versión de nosotros mismos.
Lo único que falta es que nos digan qué hacer en las vacaciones, como si estuviéramos dispuestos a seguir instrucciones (se supone que la gracia está en hacer lo que cada quien tiene ganas), o como si no tuviéramos ya a quién pedir sugerencias, en caso de que las quisiéramos. Por eso este texto no tiene pretensiones de guía ni de instructivo ni de recomendación ni de nada parecido. Es sólo una síntesis —arbitraria, comme il faut — de lo que algunos psicólogos, filósofos y neurocientíficos han dicho sobre qué hacer y qué no en estos días que vienen. Por si a alguien le suma.
Lo más obvio es qué no sería lo más recomendable: seguir conectados a la vida laboral como si todo dependiera de nosotros, comer o tomar alcohol como si no hubiera un mañana, hacer maratones audiovisuales sin otra compañía que los pochoclos, cultivar un sedentarismo pertinaz, pretender hacer en una semana todos los deportes que no practicamos en un año y, sobre todo, intoxicar nuestro espíritu interactuando con gente amarga, que ve el presente con indignación y el futuro con obstinada desesperanza.
¿Qué hacer entonces? Cada uno sabrá. Acá, solamente algo de lo que quizá nos diría un sabio amigo:
- Delegá. Es la previa: aunque tu cuerpo vaya a estar en el otro extremo del mundo, no vas a tener vacaciones de verdad si no dejaste las cosas más o menos ordenadas en tu trabajo. Listado de pendientes, jerarquizado, y responsable a cargo de cada tema, con instrucciones claras. Y todo esto, comunicado a quien lo tenga que saber. Parece fácil, pero la vorágine de los últimos días puede conspirar. Atenti.
- Pará. Cumplido el primer paso, desconectá. Las vacaciones no sirven del todo si no hay cambios en la rutina: no más llamadas, no más seguimiento de temas. Son otros los que quedaron a cargo. Y, si no fuera posible desenchufarse del todo, intentá un método: mirar mensajes sólo a primera hora y al final del día. Y si una llamada de trabajo es imprescindible, que sea breve, temprano, poco después del desayuno. Y chau.
- Lee. Hay quienes dicen que la capacidad de mantener la atención en algo, en el siglo XXI, se ha vuelto un superpoder. Dispersos como estamos por la dinámica de los algoritmos, quien sea capaz de terminar en un tiempo razonable una novela mediana, una biografía o un ensayo, forma parte de una elite. Las vacaciones podrían ser la ocasión para subirse a ese podio de los elegidos. Si lográs volver con una idea nueva y sugerente, habrá valido la pena.
- Conversá. Hay mucho dicho sobre lo que nos hace felices de verdad, y las coincidencias son abrumadoras entre los expertos: es la calidad de nuestras relaciones. No es el éxito económico, no es la fama, no son los títulos ni los cargos: es cuánto queremos y nos sentimos queridos. Y punto. Quien pueda decir que en sus vacaciones pudo tener algunas charlas significativas, sinceras, y profundas —sin apuro— con las personas que de verdad le importan, lo entendió todo.
- Movete. Mens sana in corpore sano, decían los clásicos. La mente en paz, las buenas lecturas y las charlas de las que valen la pena hacen mejor efecto en los cuerpos saludables que en los baqueteados. Esa rutina de ejercicios que durante el año no acabó de concretarse, quizá tome su primer impulso ahora. El gimnasio esquivo o la caminata que nunca acaba de concretarse, puede que estén más cerca en vacaciones.
Las redes sociales explotan en estos días. Ahora es cuando cada uno despliega su versión más estelar: linos impolutos, adornos dorados y sonrisas perfectas en las Fiestas; el resto del verano, atardeceres en playas de arenas blancas, con familias y amigos, abrazados para la foto. Puro glamour. Si no podés escapar a esa fiebre, no pasa nada. Pero acordate de que esa realidad editada es humo. Y que lo que realmente importa es otra cosa.

