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Parar la pelota

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Además de la finalidad obvia del descanso, las vacaciones de fin de año dan la oportunidad  para descubrir una mejor versión de nosotros mismos.

 

Lo único que falta es que nos digan qué hacer en las vacaciones, como si estuviéramos dispuestos a seguir instrucciones (se supone que la gracia está en hacer lo que cada quien tiene ganas), o como si no tuviéramos ya a quién pedir sugerencias, en caso de que las quisiéramos. Por eso este texto no tiene pretensiones de guía ni de instructivo ni de recomendación ni de nada parecido. Es sólo una síntesis —arbitraria, comme il faut — de lo que algunos psicólogos, filósofos y neurocientíficos han dicho sobre qué hacer y qué no en estos días que vienen. Por si a alguien le suma.

Lo más obvio es qué no sería lo más recomendable: seguir conectados a la vida laboral como si todo dependiera de nosotros, comer o tomar alcohol como si no hubiera un mañana, hacer maratones audiovisuales sin otra compañía que los pochoclos, cultivar un sedentarismo pertinaz, pretender hacer en una semana todos los deportes que no practicamos en un año y, sobre todo, intoxicar nuestro espíritu interactuando con gente amarga, que ve el presente con indignación y el futuro con obstinada desesperanza.

¿Qué hacer entonces? Cada uno sabrá. Acá, solamente algo de lo que quizá nos diría un sabio amigo:

Las redes sociales explotan en estos días. Ahora es cuando cada uno despliega su versión más estelar: linos impolutos, adornos dorados y sonrisas perfectas en las Fiestas; el resto del verano, atardeceres en playas de arenas blancas, con familias y amigos, abrazados para la foto. Puro glamour. Si no podés escapar a esa fiebre, no pasa nada. Pero acordate de que esa realidad editada es humo. Y que lo que realmente importa es otra cosa.

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