Somos, o parecemos al menos, una sociedad sin rumbo. Lo hemos perdido al alejarnos de aquellos valores esenciales que nos permitieron convertirnos en una nación independiente. Los que manifestaron aquellos hombres comunes, que hoy llamamos próceres, y que más allá de sus debilidades y desavenencias, no dudaron en ofrecer su vida por el ideal que habían aceptado: la libertad. Valor, coraje, generosidad, integridad. Su legado sigue siendo motivo de nuestro estudio y atención.
Pero ¿qué es la libertad? Si nos atenemos a la definición, es una facultad natural de la persona humana a obrar de una manera u otra, por lo que se hace responsable de sus actos. De tal manera, que podemos decir que tiene dos partes: la voluntad y la responsabilidad. El esclavo no tiene voluntad propia. El orate no es responsable de sus actos. Entre esos extremos podemos libremente elegir nuestro camino, guiados por nuestras propias decisiones. Nuestra Fe nos enseña que podemos hacerlo en base al bien y la virtud o elegir el camino del mal y los vicios que lo acompañan. Las personas que intentan ser decentes conocen y aceptan la lucha cotidiana entre estas dos tensiones. Así lo hicieron sin duda nuestros próceres en el siglo diecinueve.
Dos siglos después, el oportunismo, la mentira, la cobardía disfrazada de “viveza”, nos han llevado a una decadencia económica y social sin precedentes. La pobreza, la desigualdad creciente, la falta de oportunidades son la contracara de una corrupción generalizada y naturalizada en todos los niveles de nuestra sociedad. ¿Es este el destino que deseamos para nosotros mismos y los que seguirán nuestro camino? ¿Es esta nuestra voluntad?
Si así fuera, parece difícil imaginarnos un destino como nación. Al menos, si sigue siendo válido el concepto que claramente esgrimió Jaques Maritain (1): “La nación es una de las comunidades más importantes, y quizás la más compleja y completa que haya sido engendrada por la vida civilizada.” Y explica que nación es una comunidad y no una sociedad. Existe una nación si hay una comunidad que comparte valores y objetivos. ¿Cuáles son los nuestros? Vale hacerse esta pregunta con la mayor seriedad y honestidad posible, porque de ello depende que recuperemos el rumbo como nación.
El progreso económico mundial, medido en términos de crecimiento de la producción y los índices de bienestar social alcanzó en nuestro siglo un nivel sin precedentes en la historia humana. Sin embargo, los resultados son muy dispares entre las distintas regiones y países del globo. Latinoamérica se mantiene relegada en este proceso aún cuando en las últimas tres décadas ha habido algunos países de la región han logrado beneficiarse de un ciclo favorable de precios de materias primas y mayor amplitud del intercambio global. No ha sido el caso de nuestro país, que desperdició de manera increíble esta coyuntura y en su lugar ha condenado a la miseria a una gran parte de su población. El flagelo de la inflación, y la consecuente ausencia de moneda y crédito ha deteriorado no sólo las condiciones económicas sino también la calidad de las instituciones, que resultan pilares de una nación genuinamente independiente.
Podemos discutir ideas, herramientas, postulados, pero debemos acordar valores esenciales y mantenernos firmes un su defensa. “La verdad os hará libres” nos dice Jesucristo. Nuestra propia historia nos enseña el camino, es nuestra decisión ser libres o esclavos de los autoritarismo y populismos de ocasión.