Estamos viviendo el tiempo de Adviento, tiempo en que nos preparamos a celebrar el acontecimiento que divide nuestra historia en dos: el nacimiento de Jesús, nuestro Salvador. Estas semanas nos disponen a celebrar aquello que transformó la historia universal, pero también hace que nuestra vida personal cambie. Por esto, estos días quieren ayudarnos a recentrar el corazón, a hacerlo regresar allí donde le hace bien estar, a lo cristiano. Y para esto creo que puede ayudarnos el tomar mayor conciencia de cuál es el momento en que nos toca vivir. Me refiero al lugar que mi presente tiene dentro de la historia de la salvación que el Señor conduce.
El Adviento nos habla de un Dios que viene a nosotros. Vino hace casi 2000 años realizando el Misterio de la Encarnación. Vendrá en un día futuro, por segunda vez, para instaurar su Reino plena y definitivamente. Enmarcados entre la experiencia histórica que nos fue transmitida y la promesa anunciada, vivimos cada uno de nuestros días tratando de reconocer que también está viniendo en nuestro hoy. Entre estas tres venidas hay una profunda conexión. Lo cotidiano recibe un llamado a hacerse acto de fidelidad a lo acontecido hace 20 siglos. Nos hacemos testigos en el ahora. Pero, además, lo diario nos proyecta al futuro, porque nos anticipa la esperanza y la alegría de lo que sucederá. Cuando vamos constatando en las pequeñas cosas que nos suceden que Dios siempre es fiel a sus promesas, crecemos en la certeza de saber que un día Él volverá a nosotros en gloria y poder.
El presente, entonces, no está marcado por la ausencia de Jesús, por la ausencia de Dios, sino por una misteriosa presencia en que se conectan sus venidas. Para que podamos percibirla nos es indispensable la fe. Cristo está con nosotros, está entre nosotros, pero no todos lo ven. Solo aquellos que creen, se hacen capaces de descubrirlo, de entrar en diálogo con él, de seguir sus pasos. No es fácil, pero cuentan con la ayuda del Espíritu Santo, el mismo que cubrió con su sombra a María para que de ella naciera el Hijo de Dios. Ese mismo Espíritu, que nos fue concedido como don, nos habita y nos revela que aquel que puede transformar nuestra vida, ya está aquí. “Felices los que crean sin haber visto”, dijo Jesús a Tomás. Con toda la dificultad que implica, la pequeña fe que nos impulsa a ir más allá de lo que podemos constatar con evidencias científicas, es un don inmenso.
Con la guía de la fe, el Adviento nos ayuda a ubicar nuestra vida como parte del plan de salvación divino, para así poder comprender dónde y cómo podemos encontrar y seguir hoy al Señor. Vivimos en un tiempo entre dos tiempos y hemos de conjugar la paciencia del que no haya llegado y el entusiasmo de esperarlo. Se nos regala un tiempo para permanecer: permanecer en todo lo que Jesús nos enseñó, para ser fieles a nuestra condición de bautizados. Esto implica que vivamos como si en este mismo momento fuéramos los apóstoles o discípulos que estaban con Jesús y lo seguían por el camino. De esa forma podemos estar con él, verlo, escucharlo, aprender de sus palabras y de sus gestos, tratar de comprender y profundizar cada vez más la Buena Noticia que nos proclama.
Al asumir esta tarea, lo hacemos conscientes de nuestras pobrezas y limitaciones, de nuestra condición pecadora, pero en la certeza de que, si hemos puesto todo de nuestra parte, el Señor completará su obra en nosotros. Y es aquí donde la promesa de Dios nos anima a entregar nuestro corazón en su seguimiento, a no bajar nunca los brazos y a hacer todo lo que esté a nuestro alcance por adelantar la venida de su Reino en cada circunstancia. Y cuando esto no se nos hace posible, nos invita a no desalentamos, porque es Dios mismo la garantía de que si lo prometido no sucedió hoy, sucederá indefectiblemente pronto. La obra es suya y esto la garantiza.
Toda nuestra vida es un Adviento: es recordar las certezas que Dios ya nos ha regalado, es descubrir los lugares y personas en los que Cristo se hace presente y nos sigue hablando y es, también, esperar la venida del Salvador para consumar la Buena Noticia del Reino que nos fue anunciada. La presencia del Hijo eterno encarnado vincula pasado, presente y futuro. Los hila en la seguridad de que Dios es Señor de la Historia y el sabrá llevarla a su mejor desenlace.
Pienso en particular en toda la actividad laboral de ustedes, de quienes son parte de ACDE, y descubro en este tiempo de Adviento la invitación a ser fieles a lo que Dios ya nos ha revelado, a nuestra fe y sus verdades. Por momentos podemos dudar, temer, olvidar. Adviento es tiempo de afirmarnos en la roca que es Cristo y sus enseñanzas. Y si hoy no es este nuestro fundamento y sostén, a comprometernos en la tarea de volver a apoyar nuestra vida en Dios. Adviento nos pone en perspectiva del futuro como lo bueno, lo mejor, y nos llena de confianza. En la medida en que vivimos nuestro presente en la voluntad del Señor, podemos estar seguros de que no seremos defraudados. En la firmeza de lo que Dios ya nos ha mostrado y la esperanza de lo que hay por delante, podremos vivir ya en el Reino, en la plenitud, en la alegría.
Que el Buen Dios les conceda preparar sus corazones para celebrar con gozo que está con nosotros, que se ha hecho parte de nuestra historia y que con su paz ha transformado nuestras vidas.

