En una clase de liderazgo, el profesor lanzó una pregunta provocadora: ¿Conocen alguna empresa que haya superado los 500 años de existencia? La mayoría dudó. Entonces, entre sonrisas, respondí: la Iglesia. Fue un juego de imaginación, una licencia creativa, pero también una intuición que deja una pregunta inquietante: si la Iglesia fuera una empresa, con más de dos mil años de historia, atravesando guerras, crisis, reformas, revoluciones y transformaciones culturales… ¿cuál sería su secreto?
¿Y si Pedro fuera su primer CEO?
Pedro no fue el líder perfecto. Negó, dudó, huyó. Pero también amó, lloró y volvió a levantarse. Y, sobre todo, creyó. Su liderazgo no nació de su fuerza, sino de su confianza. Pedro no construyó la Iglesia como un proyecto propio; más bien, se dejó sostener y guiar por un movimiento que lo trascendía. Ese es el punto clave: el verdadero secreto de la Iglesia no es fruto exclusivo de la genialidad o de la acción personalista de sus líderes. No se trata de una estrategia humana bien ejecutada.
El verdadero secreto está en el misterio de la Trinidad: el movimiento eterno de amor y entrega entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pedro simplemente confió en ese movimiento, se sumó a él, y desde allí generó vida, comunión y misión. La Iglesia ha vivido y sigue viva porque su centro no es una estructura, sino una relación, es la comunión divina que se derrama en la historia humana.
Desde esta imagen, Pedro como líder que confía y se mueve con el Amor trinitario, podemos iluminar también el mundo empresarial contemporáneo, especialmente a los líderes cristianos que buscan sentido más allá de los resultados inmediatos. Hoy se habla mucho de cultura organizacional, de motivación intrínseca, de salud mental. Se entiende que una empresa no se sostiene solo por procesos eficientes, sino por vínculos reales, por un propósito común, por una comunidad viva.
Pero antes de hablar del amor como motor de esa cultura, es fundamental entender qué tipo de amor proponemos. No se trata de un concepto vago ni de un sentimiento pasajero. El amor que sostiene la vida humana y organizacional es el fruto de un salto existencial, un movimiento profundamente humano que, en su apertura radical al otro, genera algo más grande que sí mismo.
Ese amor no se impone ni se fabrica. Se genera en el movimiento, como una explosión vital. Es el resultado de personas que se arriesgan, que salen de su zona de control, que se abren al diálogo, a la vulnerabilidad, a la entrega. Y cuando este movimiento tiene como modelo el amor trinitario, donde cada persona divina se dona plenamente a la otra, entonces la cultura generada tiene raíces hondas, verdaderamente humanas y divinas a la vez.
Por supuesto, ninguna empresa es eterna. Toda organización tiene un ciclo vital, y esa finitud no es fracaso: es parte de la realidad. Pero mientras viva, lo que hará que esa empresa sea fecunda, humana y coherente será el tipo de amor que logre generar en su interior. El amor como movimiento, no como eslogan. Como cultura, no como protocolo. Como dinamismo vivo que impulsa a las personas a ser mejores, a crear juntos, a cuidarse mutuamente.
La Iglesia no ha sobrevivido siglos por ser infalible. Lo ha hecho porque su centro es el Amor que no se agota. El que fluye eternamente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pedro lo intuyó, se entregó a ese movimiento… y desde entonces, 267 papas han hecho lo mismo. Ese es el verdadero liderazgo cristiano: no el que todo lo controla, sino el que sabe confiar en el Amor que genera vida.