Si Juan Pablo II consideró al Empresario un colaborador en la obra de la creación, algo debemos haber equivocado para que seamos vistos tan lejos de esa noble responsabilidad; y para comprender porqué la sociedad nos ubica en rangos tan bajos en su estima, observemos el contexto en el cual se produce la descalificación del rol del empresario.
Nuestra sociedad ha sufrido una profunda transformación en la base de sus prácticas sociales esenciales. Las formas tradicionales de distribución del ingreso han variado dramáticamente y esto ha generado una fragmentación distinta a la conocida durante más de cien años.
La brusca concentración de la riqueza debilitó a una clase media que había motorizado una sociedad más equitativa en cuanto a niveles de ingreso y acceso a la salud y a la educación.
Simultáneamente se abandonaron los hábitos propios de la sociedad orientada a la producción y se generalizaron los de la sociedad de consumo, en un contexto en el que las sociedades abiertas comenzaron a exigir mayor responsabilidad a las empresas y a transparentar ante los consumidores no sólo lo que hacen, sino también cómo lo hacen y hasta porqué lo hacen.
La falta de una comunicación e interacción con el medio ha llevado a la sociedad a sospechar sistemáticamente sobre la verdadera intención de las inversiones empresarias. No sólo no son adecuadamente valoradas, sino que se les atribuye sólo la búsqueda de mayores ganancias y hasta que –a veces- van en detrimento de los intereses de la población.
Algo está mal en todo esto, y en el mejor de los casos, algo falla en la comunicación para que la sospecha triunfe sobre la credibilidad. Pareciera que los malos ejemplos son los únicos que marcan tendencias en la opinión pública.
Las demandas de la sociedad hacia la empresa involucran muchos otros aspectos que hacen a su misma razón de ser, tales como la protección del ambiente, el cumplimiento fiscal, la competitividad, la responsabilidad en la aplicación de las normas laborales y la ética en la fijación de los precios. Pero no podrá cerrarse esa enumeración sin considerar que la empresa de hoy está inserta en un contexto de carencias del que no puede ser ajena.
La sensibilidad social para encarar tanta necesidad no se agota en prácticas filantrópicas o asistencialistas. Exige el ejercicio de una actividad vinculada con el desarrollo de la comunidad en la cual las empresas están insertas. Responsabilidad que lleva a que el empresario –como dirigente social que es- deba adquirir competencias también en este terreno, no solo en el plano personal, sino como conductor de una organización que debe estar vinculada de manera proactiva y subsidiaria con la comunidad a la que pertenece.
Este fragmento, extraído del editorial de la edición de octubre de 2003 de la Revista “Empresa” (órgano institucional de ACDE) conserva una sorprendente actualidad.