Desde hace años mis lecturas me orientaron a tratar de desplazar el opaco velo comunicacional y entender la real fuerza de los vectores que provocan las situaciones y mueven los actores en el escenario. Particularmente en el escenario que llamamos genéricamente “económico” y en el teatro de nuestro continente que es Latinoamérica.
Me resistía a superar mi formación moral que pretendía extender a todos una conducta homogénea y de interés colectivo. Solo excluía a los declarados formalmente delincuentes por la justicia. Con el tiempo fui avanzando en la vida y la experiencia me mostró que el sistema judicial es imperfecto y la etiqueta de delincuente se pega a una selecta minoría. En general con el criterio de selección definido por sus ingresos. Poblando así expedientes y cárceles de personas pobres en diferente proporción a la distribución del ingreso. Peor aún empecé a observar como algunos actuaban en evidente infracción a las leyes, las positivas, no las morales y no pasaba nada.
Oportunidades meteorológicas
El episodio maldito que torció definitivamente la edad de mi inocencia fue algo común, ordinario que me ocurrió durante mi larga y provechosa estadía en Centroamérica. Es sabido, aunque yo no tenía esa experiencia, que el segundo semestre del año es época de tormentas tropicales. Algunas evolucionan en terribles huracanes otras pasan solo como lluvias intensas. La diferencia entre unas y otras son enormes. La población, especialmente los más pobres que tienen menos infraestructura y frágiles viviendas son los que habitualmente más sufren las pérdidas, muchas veces de sus vidas. Cuando ocurre eso se yergue una vocinglería mediático e internacional que activa la famosa ayuda humanitaria. Ante ese disparador arranca un complejo mecanismo burocrático que derrama ingentes cifras, bienes y materiales en el laberinto infernal de los países receptores. Lo que llega a los realmente afectados es mucho menos que lo que se declama. Se produce una reducción por pago a los diferentes barqueros, consultores, expertos, organizadores, depositarios, distribuidores, políticos y maestros de ceremonia.
¿Cuál fue mi episodio maldito? Observar la expectativa y la organización de la prevención (que también genera un similar movimiento burocrático aunque sensiblemente menor porque es dentro del país mismo y lo que saca de un lugar del presupuesto faltará en el otro). Hasta ahí podía seguir su curso. ¿Cuál curso? Pues, que viniera la tormenta, se produjeran los destrozos y con la ayuda internacional se mitigaran sus daños. Pero mi aprendizaje pegó el famoso salto cualitativo. Descubrí lo que no debía descubrir cuando en cierta oportunidad que el gran huracán esperado (en un máximo grado) perdió sus energías en algún lugar del Mar Caribe y solo llegó la consabida lluvia densa y continua. En lugar de ver en algunos capitostes de aquella hora, la satisfacción por el peligro aventado, oí y vi fastidio, desilusión, molestia por la oportunidad perdida. ¿Por qué? Porque no llegaría la ayuda internacional, ni los programas, ni los organismos financieros internacionales ni regionales. En fin, no habría piñata. Era la importancia del punto de vista y la superación del interés colectivo por (increíblemente para mi formación académica) el interés individual. Ese fue mi primer aprendizaje. Entonces aumentó mi curiosidad.
Releyendo con diferente atención los textos importantes de la ciencia económica empecé a comprender que los autores, quien más quien menos, también lo explicaban. Tal vez un poco entre líneas, porque al fin ellos (como nosotros) dependemos de esos mismos laberintos y barqueros para nuestra propia subsistencia en nuestro modesto universo de becas, fondos, premios y ensayos.
Eso me ayudó a elevar un poco la mirada y comenzar a revisar las crisis de los países de nuestro continente. En particular me interesó el caso de Argentina y sus recurrentes crisis de deuda pública. ¿Por qué?
El gran negocio de la deuda pública
Es interesante observar que ya desde los albores dela independencia se incurrió en incumplimientos cuando en 1822 se decidió tomar un empréstito internacional para hacer la red de agua potable de la ciudad de Buenos Aires. Esta amarga historia es conocida (el empréstito se canceló 80 años después). Durante el gobierno de Rosas se hizo otra negociación, esta vez con ahorristas locales con una quita de 80% (si, leyó bien, ochenta por ciento) luego vinieron siete u ocho más según se las califique, hasta la actual del 2019. Esto ha sido estudiado por historiadores económicos y comunicadores militantes con las explicaciones más diversas que ponen en el caso de los últimos las responsabilidades en los extranjeros y la oligarquía local. Los historiadores analizan la causa en la fragilidad de las instituciones, la asimetría regional, las diferentes etapas de déficits fiscales, el reducido tamaño del mercado de capitales local y, cuando no, el contexto externo. Todos coinciden en la falta de atención a controlar y proteger el valor de la moneda local a pesar que está escrito en leyes y estatutos, comenzando por la propia constitución argentina. Seguramente debe ser así y es paradigma consolidado que la moneda argentina en poco más de un siglo quitó 13 ceros a su valor nominal y parece que sigue la sangría.
Mi hipótesis es que hay un factor adicional que influye mucho para la reincidencia de las crisis. Es un elemento de conducta económica tan antiguo como diría Smith en el análisis de la riqueza de las naciones. La Argentina es una nación rica en recursos naturales, por lo tanto tiene (por lo menos la imagen y el prestigio que son tan importantes como la realidad objetiva) solvencia. Es la nación de la eterna promesa, con poca población razonablemente alfabetizada, grandes extensiones habitables pero sobretodo económicamente explotables. Sea en agricultura (lo tradicional “el granero del mundo”) minería (el presidente Rivadavia lo era de las Provincias Unidas del Rio de la Plata y al mismo tiempo de la “River Plate Mining Association”), pesca en sus amplios mares, energía en sus reservas de gas e hidrocarburos, entre tantos recursos naturales.
Existe entonces la cultura que se trata de una nación “rica” en potencia y pobre en acto. Pero el acto triste se debe a fuerzas del mal encarnadas en diferentes figuras que no viene al caso ahora revisar e identificar por ser de dominio público. La combinación de potencial riqueza y actual pobreza requiere solo convencer que la actualidad es solo “transitoria” y por lo tanto siempre es negocio prestarle a la Argentina, ideal menjunje o trago financiero. Aquí viene el gran punto. Cada vez que se reestructura la deuda argentina se calcula entre un 1 y 2% de costos derivados de tal situación. Por ejemplo si ahora se “reperfila” o sea reestructura una parte de la deuda argentina por 100 mil millones de dólares, enjundiosos expertos, consultores, peritos e intermediarios varios cobrarán entre 100 y 200 millones de dólares. En los laberintos de las negociaciones, emisiones, contratos, salida a los mercados no existe la cuestión enojosa que la naturaleza decida frenar la fuerza del huracán y la población sufre y se empobrece en silencio sin las imágenes de inundaciones y muertes. Todo limpio y sin tanto dramatismo. Es más, de repente ligan alguna medalla, reconocimientos, condecoraciones y honores.
He observado el empobrecimiento colectivo (que también se puede ver en las amargas tablas estadísticas de la historia económica argentina inclusive al alcance de Wikipedia), como también sorpresivos enriquecimientos individuales amparados en supuestas doctas habilidades difíciles de comprobar. La hipótesis se podría completar con el origen de este negocio que es tomar la deuda, aunque vale la razonable duda que el destino podría ser efectivamente el de construir infraestructura. Pero, tomando como ejemplo el de 1822 ni una sola libra fue al sistema de agua potable de la ciudad capital de las Provincias Unidas .
La hipótesis se completa con el efecto sistémico que tiene, lamentablemente, cada uno de estos movimientos. No se sabe quién lanza la primera piedra, no se conoce el culpable real, todo ocurre progresivamente y de modo inexorable. El hecho es que cíclicamente se toma deuda y luego se renegocia. Siempre hay prestamistas dispuestos y deudores que primero son agradecidos, luego en el momento supremo se enojan. Pero se les pasa.
El negocio perfecto.