Cuando desde ACDE me llamaron y preguntaron si podía dar una charla sobre la esperanza, confieso que tuve ciertos reparos interiores y lo pensé antes de dar respuesta.
Inmediatamente recordé un pequeño libro del sacerdote y escritor español José Luis Martín Descalzo, titulado “Razones para la esperanza”. Libro que apenas había empezado a leer y que, por alguna razón, hace años, volví a dejar entre los muchos “pendientes” de mi biblioteca. A la par, me pregunté: ¿quién soy yo para hablar de la esperanza? ¿Acaso no hay gente calificada en la materia? Más aún: al tiempo que me hacía estas preguntas y que mis interlocutores aguardaban una respuesta inmediata, empecé a recordar las veces que la tristeza, la amargura y el desánimo tocaron a las puertas de mi espíritu y, también, a las de millones de argentinos. La muerte ronda el vecindario y se mete en nuestras casas. Hay mucho sufrimiento en el mundo y en nuestro país. Además de la pandemia y los encierros, hay una economía a la baja, una pobreza en aumento, mucho desempleo, la mitad de la población debajo de la línea de pobreza. Hay mucha confusión y parecen no estar claras las prioridades y menos aún las soluciones. Y las perspectivas, según pronosticadores y agoreros, incluso según la gente común, no parecen positivas.
Vivimos en un país con brechas y falta de consensos y diálogos, donde parece haber una suerte de planificada campaña en contra de toda esperanza. Aunque parezca una obscura metáfora, la falta de esperanza parece ser una pandemia nacional más silenciosa y mortal que la propia del Covid-19.
Se me hacía evidente, antes de responder, que en medio de una realidad así, es complicado y desafiante hablar de la esperanza e intentar arrimar razones para mantenerla en alto.
Sin embargo, acepté el desafío porque es difícil, porque me lo pidieron, porque soy parte de ACDE y porque como ciudadano argentino y como cristiano sentí el imperativo de tener que darme y dar una respuesta acerca de la Esperanza y sus razones.
Ya puesto a la tarea de elaborar el primer bosquejo de lo que sería esa charla/conversación, estando claro, no sólo que no soy un experto en “esperanza”, me propuse partir de mi propia realidad. Me dije a mí mismo: voy a hablar desde mi debilidad, como hombre que por momentos “se reconoce flaco de esperanzas” o que, de alguna manera, se percata que cuando ve que las cosas personales, familiares, comunitarias, de economía, de la política… no salen bien; ve que el amperímetro personal de la “esperanza” marca hacia la baja.
Me pareció un buen punto de partida. Porque era auténtico. Por otro lado, pensé que era inherente a la condición humana el tener esperanzas, proyectos, anhelos, deseos. Es decir: cada ser humano tiene experiencia en la materia, tiene contacto con la esperanza. A partir de ahí, para organizar esta suerte de conversación pública, tenía que informarme acerca de qué es la esperanza, de cómo se la vive y si puede variar, aumentar, nutrirse o puede disminuir e incluso ser “robada” por los ladrones de esperanza.
Fue así que, en ese itinerario de pequeña investigación personal, comenzaron los descubrimientos y sorpresas al percatarme, leyendo distintos autores, artículos y videos sobre la materia, que no había un acuerdo unánime sobre qué es la esperanza sino, por el contrario, muchos conceptos y miradas diferentes e incluso contradictorias sobre la materia. Por empezar, para mí la esperanza siempre había sido algo positivo, virtuoso, elogiable. Sin embargo, había pensadores que consideraban que la esperanza era algo negativo. ¡Y muy negativo! En efecto, había quienes la consideran como “una aceptación pasiva que lleva a la inacción” o como una ilusión infundada e incluso como un autoengaño para no tener que aceptar la dureza de la realidad.
Era evidente que no compartía esa visión negativa acerca de la esperanza y que no se me convocaba para hablar de ello. Obviamente sabía que la esperanza era, incluso, una virtud teologal, pero me propuse hacer una síntesis y somera clasificación de las ideas sobres las “esperanzas” que fui recolectando.
La Real Academia Española define a la esperanza como “estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. Más acá, el Diccionario Larousse la define como “confianza que se tiene de recibir una cosa”. Y como estamos en era digital y de internet, consulté a Wikipedia, para quien la esperanza es “un estado de fe y ánimo optimista basado en la expectativa de resultados favorables relacionados con eventos o circunstancias de la propia vida o el mundo en su conjunto”.
A partir de esos conceptos de diccionarios, intenté “analizar” los componentes de la esperanza, los que, desde ya que no hacían referencia a la virtud y mucho menos a la virtud teologal de la esperanza:
- En toda esperanza hay una expectativa positiva. Esperamos se concrete una aspiración. Hay espera y se requiere paciencia.
- Hay un “sueño” implícito o explícito. Un proyecto que queremos se dé en el futuro. Hay un vacío o una situación no deseada actual, por un lado, y por el otro, nada más que una aspiración en el ahora. En el presente quien tiene esperanza tiene una intención o potencia de proyecto.
- Hay en juego dos tiempos: el actual donde no hay más que un sueño y su aspiración; y el futuro, cuando esperamos que el sueño o proyecto o expectativa se concrete.
- Hay dificultades: Trabajo duro para conquistar las metas o concretar el proyecto. Existen obstáculos que superar, adversidades posibles, quizá amenazas o miedo
- Hay “confianza” en algo o en alguien para “poder” superar las dificultades
- Hay “ejercicio de poder” que acciona para concretar la expectativa, sueño o proyecto deseado
Teniendo en cuenta los elementos de la esperanza, me pareció que –tomándome algunas licencias-, podía hacer una pequeña clasificación de los distintos tipos de esperanza. Primero voy a referirme a las esperanzas naturales, de tres tipos básicos:
1. La esperanza “innata”: es aquella con la que vinimos al mundo y que se tiene por el hecho de “ser”: La vida es esperanza por definición porque “somos” y somos un proyecto de querer ser, de crecer, de vivir la vida. Venimos naturalmente equipados para vivir la vida, amar y ser amados, para ser felices. Somos seres de deseo y de aspiraciones, por ende, de proyectos. Quizá uno sea tan joven o tan vital como lo son sus sueños y proyectos, como lo es la esperanza que nos anima. Estamos hechos para confiar, pero muchas veces aprendemos a desconfiar. Cuando nacemos y en los primeros años afrontamos “dificultades” de cuidado y de alimentación y dependemos de otros.
2. La esperanza de los “alegres” o esperanza a flor de piel: es esa predisposición hacia lo positivo que tiende a ser, en mucha gente, espontánea, natural, estructural. Es la propia de ese tipo de personas que parecen estar siempre alegres. Pienso que tiene mucho de “recepción” agradecida por lo dado y lo experimentado. Es la de quienes se conforman con poco aparentemente. La nota de poder de la esperanza, en estos casos, viene aparentemente más de afuera: la vida es bella y hay antena para tener esperanza.
3. La esperanza de proporcionalidad: la de los que tienen cierta relación de proporcionalidad entre los medios y los fines puestos en juego de expectativa. Se trata de un optimismo más racional. Sería una suerte de optimismo con buenos fundamentos. Existe una proporcionalidad entre lo que se pone en juego y lo que se busca. Encaja con la definición de Aristóteles de la esperanza como el sueño de un hombre despierto. Es un optimismo moderado, medido, razonado, puede ser calculado. Sopesa el “escenario”, lee la realidad, apuesta en relación. Esta esperanza de proporcionalidad quizá sea la más baja entre los argentinos en este tramo de la historia.
Ahora bien, podríamos decir que existen dos formas impuras o defectuosas de esperanza. En realidad, son falsas esperanzas o esperanzas disfrazadas: la basada en la ilusión y la fundada en el autoengaño: la primera, la ilusoria, se asienta en el error o falsedad de un salvador trucho o en el ideologismo, o en la riqueza material o en que alguien desde la política “nos salvará”. Es decir, es la esperanza basada en la confianza en alguien o en algo que no merece confianza o que, simplemente, se funda en una falsa promesa o en una abierta mentira. Esta forma deformada de esperanza genera mucha frustración porque, como toda mentira, no es sostenible en el largo plazo.
La falsa esperanza en su versión “autoengaño” es la de los que no quieren ver la realidad por más evidencias que vean. Se quieren convencer de que hay esperanzas o que la realidad no es lo que todos los indicios e indicadores señalan. ¡Queda claro, entonces, que, a la esperanza, conviene saber ayudarla!
Permítanme terminar transcribiendo el primer párrafo de la introducción al libro de Martín Descalzo, dónde éste afirma: “Dicen que la gran enfermedad de este mundo es a falta de fe o la crisis moral que atraviesa. No lo creo. Me temo que en nuestro mundo lo que está agonizante es la esperanza, las ganas de vivir y luchar, el redescubrimiento de las infinitas zonas luminosas que hay en las gentes y en las cosas que nos rodean” (Introducción al libro Razones para la esperanza). ¡Que Dios nos bendiga y nos permita contagiar esperanza!