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Recuperar la clase media para recuperar Argentina

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Históricamente, Argentina fue ajena a la realidad de tantas sociedades en las que existe un abismo infranqueable entre la minoría rica y la masa proletaria. La clase rica constituye en estas sociedades una minoría educada (por lo menos en lo que a educación formal se refiere), económicamente independiente y propietaria de los medios de producción. El proletario es, en palabras de Carlos Sacheri, “el hombre cuyo horizonte vital no llega a trascender el plano de lo económico, de lo estrictamente indispensable para la subsistencia”. Proletario es aquel que no tiene “resto” –ni dinero ni tiempo– para dedicar a nada que no sea el trabajo, ya que si lo hiciera no lograría cubrir sus necesidades materiales básicas.

Ajeno a esta aparente dicotomía, nuestro país supo destacarse por tener una extensa clase media, un amplio conjunto de familias que constituían la base de la sociedad, caracterizadas esencialmente por el acceso a la educación y la cultura, y su independencia económica, basada en la propiedad, el trabajo y el ahorro.

Sin embargo, en algún punto de las últimas décadas la amplia clase media –que por su carácter mayoritario daba el tono al conjunto de la sociedad y por su permeabilidad marcaba un camino posible y deseable a los estratos trabajadores– entró en un espiral descendente que la fue asemejando, a un ritmo paulatino, a la clase proletaria.

Esta asimilación está dada principalmente por dos aspectos: la pérdida de la independencia económica y la disminución del tiempo de ocio, factores que generan consecuencias de un profundo impacto social, que, veremos, excede el plano estrictamente económico.

La pérdida de la independencia económica

El ya crónico descalabro macroeconómico de nuestro país, y el sostenido hundimiento de los salarios reales, tiene una de sus más graves consecuencias la pérdida de la independencia económica de las familias, que cada vez se ajustan más y ahorran menos.

Nunca había sido puesto tan en duda por la realidad misma el presupuesto básico de que todo aquel que trabaje dura y honestamente, por cuenta propia o de otros, debe poder ser capaz de dar a su familia un nivel de vida digno, garantizar la educación y el futuro de sus hijos, generar ahorros que le permitan capear diversas eventualidades, o eventualmente emprender un negocio o llegar a ser propietario de su vivienda.

Vemos cada vez más lejos en el horizonte la posibilidad de contar con un pequeño manojo de seguridades para emprender la –ya de por sí incierta– aventura de formar una familia o arrancar cualquier tipo de proyecto.

El fin del ocio

De la mano de la inseguridad económica aparece una reducción cada vez mayor del tiempo que los jóvenes y adultos dedican a actividades distintas del trabajo con miras al sustento material: cultivo de la familia y las amistades, formación, vida espiritual y religiosa, deporte, participación en parroquias, asociaciones, clubes o iniciativas sociales, involucramiento político; son sólo algunos de los ámbitos de la vida que se ven severamente disminuidos producto de la progresiva pérdida del tiempo libre.

No en vano el ocio ha sido calificado por Joseph Pieper como el fundamento de la cultura; una sociedad en la que éste desaparece –y tampoco es echado en falta– se vuelve raquítica, esquelética, ya que le falta el músculo y la potencia que le imprime una sana vitalidad social.

Por otro lado, la desintegración del llamado «tejido social» ocasiona la pérdida de la red de contención que la sociedad civil garantiza a sus integrantes, dejándolos librados a su suerte –o a la fría e impersonal atención estatal– en diversas situaciones en la que las personas requieren de la asistencia de sus pares.

La sociedad atomizada

En «La salida del letargo», un ensayo de muchísimo valor para los tiempos actuales, Emilio Komar describía la crisis existencial que se había apoderado de las sociedades en los países de Europa del Este que habían caído bajo el dominio del comunismo. Según explicaba el filósofo esloveno, en la naturaleza humana el impulso de crecimiento personal y la tendencia hacia la sociabilidad se encuentran a tal punto entrelazados que la obturación de uno lleva al debilitamiento del otro.

Así, en una sociedad en la que las personas no pueden desarrollarse en plenitud –por impedimentos económicos, diversas trabas sociales, motivos culturales, etc.– los lazos sociales comienzan a languidecer lentamente: muchos dejan atrás sus afectos y se van a probar suerte al exterior; muchos otros se quedan, pero se van encerrando gradualmente en el pequeño núcleo familiar o individual, atenuándose cada vez más sus compromisos comunitarios.

Queda así el terreno dispuesto para el progreso de las diversas tendencias particularistas. Ante la sensación de total abandono, las personas y grupos tienden a levantar empalizadas alrededor de sí mismas para proteger sus propios –y legítimos– intereses, que ven amenazados.

El resultado de la exacerbación de este proceso es la pérdida de lo que Ortega y Gasset definía como «sensibilidad para la interdependencia social», esto es, la conciencia en cada clase o grupo de que en torno a ella existe una constelación de grupos con necesidades e intereses igualmente legítimos, y de que, en definitiva, todos somos corresponsables del bienestar y desarrollo de los demás. Esto no es otra cosa que la solidaridad, palabra tan deformada por la retórica política de los últimos tiempos pero que, en su sentido más profundo y verdadero, es indispensable en cualquier sociedad sana.

La pérdida de esta sensibilidad genera en algunos individuos o grupos una nociva sensación de autosuficiencia, que cree poder prescindir de los demás miembros del cuerpo social, olvidando que el progreso común requiere de la colaboración de todos. Así, cada grupo comienza a visualizar a los demás como carentes de verdadera legitimidad, despojándolos del derecho a la entidad misma. Si prestamos atención a la retórica que anima gran parte de nuestros actuales debates públicos, podremos identificar esta lógica de pensamiento.

La clase media y el proyecto nacional

Como puede verse, la desintegración de la clase media tiene consecuencias que van mucho más allá de lo económico y que determinan la manera en la que se va configurando la realidad social en nuestro país. Por eso, su recuperación y crecimiento debería ser prioritaria para cualquier persona o gobierno que se proponga cualquier cosa que no sea la mera gestión de la decadencia –ni hablar si el objetivo es tan ambicioso como “volver a hacer grande a la Argentina”.

Sólo una clase media libre, próspera y consciente de su importante función en el proyecto nacional será capaz de impulsar el desarrollo de la sociedad sana e integrada que requiere para su cumplimiento el destino de grandeza de Argentina.

Sobre el autor

Agustín Sicardi Riobó

Miembro fundador de la organización Bases para el bien común.

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