El caso de Enron dio origen a una de las transformaciones más importantes del mundo corporativo. En varios países se promulgaron nuevas regulaciones y leyes para mejorar la exactitud financiera de las compañías que cotizan en los mercados de valores. En particular, en los Estados Unidos se promulgó la Sarbanes-Oxley Act (SOX), que establece castigos más drásticos por destruir, alterar o fabricar registros contables o por tratar de estafar a los accionistas. Esta ley también estableció estrictos controles para que las firmas de auditoría permanezcan neutrales e independientes de sus clientes. En suma, el escándalo de Enron hizo que se replanteara el concepto mismo de gobierno corporativo y se puso, en el centro del debate de la dirección empresarial, la importancia de la adecuada gestión de los riesgos de fraude.
Resulta oportuno recordar este caso por varias razones. Pero quizás hay un motivo que seguramente pasará inadvertido, pese a su significado. En septiembre de 2017, Jeffrey Skilling, el otrora director general (CEO) de Enron, saldrá libre de la cárcel, después de purgar una condena de 10 años. Jeff (como se le conocía familiarmente en el mundo corporativo de los años noventa) no fue el único inculpado del desfalco de Enron, pero sin duda es uno de los personajes principales para entender qué paso y cómo sucedió el primer gran quebranto corporativo del siglo XXI.
Jeff fue el introductor de la metodología contable que estaba en la base de la sobrevaloración de las operaciones de Enron. Skilling adoptó la valoración mark to market, es decir, el método por el cual el valor de los activos se contabilizaban por su precio de mercado en cada momento del cierre contable. Este criterio contable era utilizado por Jeff para poner a valor presente neto los flujos futuros de negocios que no estaban hechos o que estaban en curso de realizarse, pero no se habían materializado. De tal suerte que se contabilizaban como ingresos hechos que no habían acontecido y esos ingresos ficticios formaban parte de los beneficios de la compañía. Todo realizado bajo la mirada complaciente de los auditores de Arthur Andersen.
Para encubrir su engaño, Enron utilizó cruces de operaciones entre filiales de la empresa para disfrazar pérdidas y obtener financiación que no era contabilizada como deuda. La situación era insostenible a largo plazo. No obstante, los directivos de Enron, con Jeffrey Skilling a la cabeza, decidieron continuar con el engaño. Y todo hubiera continuado si no hubiera sido por una intrépida periodista, Bethany McLean, la verdadera heroína de la historia, que publicó en marzo de 2001, en la revista Fortune, su célebre artículo: “Is Enron Overpriced?”. En este artículo, Bethany denunció la opacidad operativa de Enron y la ilógica manera en que esta compañía había brincado, en tan solo un lustro (de 1995 al 2000), de la posición 141 a la número 7 de las compañías más importantes de Estados Unidos. La experiencia corporativa previa y el análisis de datos no daban sentido: simplemente lo que había sucedido con Enron no era posible. La periodista tenía razón. De hecho, Bethany, sin saberlo, se había adelantado nueve meses al drama de los más de veinte mil trabajadores de la empresa, repartidos por cuarenta países, que quedaron en la calle.
El caso de Enron dejó muchas lecciones. Aprendimos que los entes reguladores no deben ser complacientes con empresas que no revelan de manera oportuna su información financiera; aprendimos que es importante mantener al auditor independiente de su cliente y que el auditor no debe ser, al mismo tiempo, consultor; aprendimos que el prestigio de una compañía no basta para garantizar la veracidad de sus estados financieros; aprendimos que el proceso de gestación de una compañía billonaria requiere de consistencia entre los principales indicadores financieros, de lo contrario, estamos ante un engaño; en suma, aprendimos a ser más críticos y menos condescendientes con el mundo corporativo. Y, sin embargo, nada de esto fue suficiente.
Los acontecimientos posteriores al escándalo de Enron: la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, en septiembre 2008, y la subsecuente crisis de las hipotecas subprime; así como el descubrimiento de los fraudes protagonizados por Bernard Madoff , en diciembre de 2008, y Allen Standord, en febrero de 2009, ponen de relieve que olvidamos muy pronto las principales lecciones de Enron.
Tengo para mí que la enseñanza más importante que olvidamos es que a las corporaciones no se les debe dejar demasiado sueltas, porque tienden muy rápido a mutar sus objetivos empresariales por los intereses directivos que, en ocasiones, poco o nada tienen que ver con las estrategias de negocio legítimamente establecidas. Si hubo un Enron es porque también existió un Jeffrey Skilling que supo interpretar los vacíos de la ley para manipular a su favor los resquicios que le dejaba: engañó al mercado, cooptó al auditor y se enriqueció indebidamente.
Lo que el caso de Enron puso de relieve es que el afán de beneficio no parece tener límites. Y es que el comportamiento ético de la alta dirección no es una condición que se pueda asumir como un hecho cumplido en todo momento. El autocontrol de los individuos no siempre funciona, por más arriba que se esté en la estructura de la organización. Los estudios más recientes sobre fraude corporativo son contundentes al respecto: el 10% de los desfalcos son cometidos por la alta dirección de las empresas, pero el daño económico que ocasionan explica el 60% de las pérdidas cuantificadas por fraudes corporativos en el último año.
Las prácticas contables y financieras de Jeffrey Skilling y su equipo de directivos llevaron a la bancarrota a su compañía. Eran personas altamente capacitadas, con talento más que probado, conduciendo una de las compañías más vanguardistas del momento. Pero ni la tecnología, ni las innovaciones gerenciales, sustituyen el factor humano. Todos los directivos, de todos los tiempos, han enfrentado el mismo riesgo: las tentaciones del mal comportamiento. Y esta es quizá la principal lección que jamás deberíamos de olvidar: que el riesgo de fraude nunca desaparece.