En la Bula de Convocación del Jubileo para este año 2025 el Papa Francisco nos dirigió a todos una invitación a vivir en “la esperanza que no defrauda” (Rom 5,5). Para poder alcanzarla nos propuso asumirnos como peregrinos cuya meta es un encuentro vivo y personal con Jesucristo, aquel que es capaz de iluminar toda nuestra realidad con su esperanza de un modo definitivo. El camino que se abre hacia esa meta es un llamado a ponernos en movimiento, en acción, tanto hacia una mayor profundidad en nuestra propia fe como hacia un compromiso más efectivo en nuestro vínculo con nuestros hermanos y nuestra sociedad, de modo que sea revelada más claramente nuestra opción cristiana.
Sobre la esperanza, el Papa Francisco nos decía en el número 7 de su Bula “Spes not confundit” que “estamos llamados a redescubrirla en los signos de los tiempos que el Señor nos ofrece”. Allí mismo nos explicaba la importancia de la tarea al referir que “es necesario poner atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal y la violencia”. Su invitación actualiza un ejercicio indispensable para todos los creyentes, tal como lo expresaban los padres sinodales en el Concilio Vaticano II, en el número 4 de “Gaudium et Spes” cuando afirmaban: “… es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza.” Pero la tarea actual, complementando lo planteado hace muchas décadas, asume como necesidad de nuestro presente el transformar esos signos de los tiempos en signos de Esperanza, para que el fracaso, el desánimo y la frustración ante el mal actuante a nuestro alrededor y en nosotros mismos no nos hagan caer en la tristeza y la resignación.
Un tiempo que nos habla
Los “signos de los tiempos” son acontecimientos significativos que en una época marcan la historia por su generalización y frecuencia. Ellos van desencadenando conciencia y conmoción, esperanza y orientación, creando un consenso básico o asentimiento universal. Son indicios de tiempos mejores, que nos permiten reconocer errores y faltas y nos abren, a partir de acontecimientos puntuales, a claves de sentido más profundas. En Evangelii Gaudium 51, al encomendar a las comunidades cristianas la tarea de reconocerlos Francisco advertía lo peligroso que podía ser omitir o esquivar la tarea: “… algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino –y aquí radica lo decisivo- elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo.”
¿Cuáles son esos signos de los tiempos hoy? ¿Qué podemos hacer para que se conviertan en signos de una esperanza que nos animen a nosotros y a todos a seguir trabajando por alcanzar la sociedad que deseamos y que por momentos nos parece inalcanzable? Nos detendremos en solo uno de ellos, que consideramos clave, dejando a ustedes las muchas otras líneas posibles de reflexión. La elección la hacemos pensando en que no solo somos ciudadanos sino aquellos a quienes toca la responsabilidad de transformar estos signos de época en signos de esperanza desde el lugar de empresarios y líderes de empresas en cuyas manos está, por lo menos en gran parte, el cambio.
El anhelo de paz
Uno de los signos más importantes que aparece hoy es el profundo deseo de paz que tiene nuestro pueblo ante la violencia que por momentos parece teñirlo todo de odio, rencor y venganza. Tal vez es un sueño que aún no ha madurado demasiado y es frecuentemente golpeado por la realidad. Pero el anhelo persiste, aunque se oponga a los intereses de muchos de los líderes de la sociedad y a las acciones de los títeres y fuerzas de choque que ellos manejan para llevar adelante sus luchas de poder. Es un deseo que por momentos aparece como inalcanzable para la sociedad e incluso una tarea personal en la que nos cuesta perseverar con fidelidad. Sabemos que la injusticia es la que muchas veces genera violencia y a pesar de eso no siempre nos hemos comprometido suficientemente en erradicar la fuente del problema. Pero, poco a poco, vamos tomando conciencia que no podremos vivir en paz si nos esclaviza el temor constante a que nos quiten la vida, a que nos agredan o lastimen, a que nos roben y nos dejen tirados al borde del camino. El peligro de sufrir estas cosas nos ha ido cambiando la mirada sobre los otros y hemos terminado presuponiendo que todos son enemigos y olvidado que son hermanos. La huida o el aislamiento que algunos eligen para tomar distancia de esa situación pueden preservarlos momentáneamente pero nunca serán una solución duradera.
La sombra de la violencia se ha ido extendiendo cada vez más y va abarcando a todos: personas por nacer, ancianos, enfermos graves. No sólo no perdona a nadie, sino que parece ensañarse con los más vulnerables. Vemos a los más pobres y necesitados no con un corazón compasivo sino con gran temor y nos permitimos el consecuente rechazo y distanciamiento. Esta oscuridad de violencia se proyecta y comienza a marcar cada una de nuestras relaciones, incluso las más estrechas como las que tenemos con la propia familia o las amistades. En la misma empresa sufrimos a veces con resignación las imposiciones, los destratos, las críticas destructivas y las burlas desalmadas, junto a tantas otras faltas de respeto. Lejos estamos de ser testigos de un amor, que se hace entrega y servicio hacia aquellos con los que convivimos laboralmente, que busca el bien común de todos. Desaparecida la afirmación de la persona con su dignidad infinita, las decisiones y modos culturales terminan siendo solo funcionales a la propia conveniencia y a los objetivos materiales inmediatos que exigen lo cuantitativo sin mirar lo cualitativo.
La esperanza de paz
Desde nuestro lugar nos toca transformar lo que es un anhelo en signos concretos que renueven la esperanza para nuestra sociedad. Sin esperanza, nos faltan el ánimo y las fuerzas para asumir y emprender la ardua tarea que el Señor nos confía de hacer presente su Reino entre nosotros, allí donde estamos. Sin ella nos detenemos, dejamos de caminar, nos resignamos al mal. Jesucristo es nuestra Esperanza y si nos dejamos conducir por él podremos llevar adelante nuestra misión.
Enrique Shaw decía en una conferencia en el Congreso de Acción Católica de Córdoba en 1959: “La justicia sola no puede lograr la unión completa y la armonía que harán que la sociedad sea un cuerpo que funcione perfectamente. Sólo la caridad social, con su énfasis no en los derechos y deberes sino en el amor al prójimo, puede ofrecernos la “motivación” necesaria para que apliquemos la generosidad, paciencia y tolerancia indispensable durante el muy lento proceso de transición entre una sociedad desorganizada y otra que esté unida en la procura del bien común. Solo ella logrará que cada persona no se sienta sumergida en un grupo social determinado – sindicato, “clase dirigente”, terratenientes, etc. -, y actúe únicamente como miembro de ese grupo; sólo ella nos permitirá analizar claramente los errores u omisiones de los diversos grupos sociales, incluso del nuestro; ¡sólo ella impedirá que “clasifiquemos” a la gente por su raza o por el color de su piel!” (“Y Dominad la tierra”, pág. 79).
“Generosidad, paciencia y tolerancia” son expresión de una Caridad que se asume como tarea para alcanzar una sociedad de Paz. Parecen ser una buena receta para transmitir a quienes nos rodean que hay motivos para esperar algo mejor y que lo podemos construir juntos. Desde nuestra función social nos toca liderar esta propuesta no solo en nuestras empresas sino de modo amplio. Si rompemos los egoísmos (de los que los empresarios somos tantas veces acusados) con una genuina generosidad e invitamos así a un modo nuevo de relacionarnos, saliendo de los competitivos juegos de suma cero para ir por más entre todos; si hacemos de la paciencia nuestra virtud y apostamos a alcanzar soluciones aunque el camino todavía no nos permita vislumbrarlas; si somos capaces de tolerar a los demás en sus diferencias e incluso en sus errores afirmando su dignidad y valor, nos estaremos confiando a la certeza de poder alcanzar como un mismo conjunto las metas comunes imprescindibles. Estas se mostrarán tanto más valederas y permanentes en la medida en que hayan sido construidas con el consenso de todos. Eso nos devolverá la esperanza.
Somos empresarios cristianos, llamados a transformarnos en hacedores de una esperanza renovada y Dios es la fuente de nuestra Paz. Él nos dejó en su Hijo Crucificado el mayor signo de Esperanza posible. Nos dio su ejemplo cuando se hizo generoso hasta darnos su propia vida para que tengamos Vida en abundancia. Nos mostró el camino cuando fue paciente hasta morir sin perder la confianza en el Padre que lo resucitaría. Él sigue siendo tolerante a pesar de nuestras muchas faltas y está dispuesto a perdonarnos apenas nos arrepentimos. Creer en Jesús Resucitado, creer en el poder de su Vida Nueva, implica hoy dar razones de nuestra esperanza no solo con nuestras palabras sino con nuestras obras concretas. No sigamos pidiendo signos a Dios, comencemos a hacernos signos de su Esperanza proponiendo a todos sus caminos de paz.