Desde que apareció la web 2.0, hubo que redactar códigos de etiqueta verbal. Se los llamó la “netiqueta”. No hay pruebas de que la gente haya leído (y menos puesto en práctica) las normas básicas para interactuar en forma digital. Con las redes sociales, se produjo una explosión discursiva: todo se democratizó y la libertad de expresión puso en pie de igualdad a cualquier usuario de Facebook o Twitter (solo para nombrar las redes más concurridas).
Aparentemente, Facebook controla mejor que no haya perfiles falsos pero, en Twitter, todo es posible. Tuiteros pagos; los llamados “bots” (o sea, un robot que escribe lo programado) y personas que tuitean con seudónimos, provocan, por lo menos, un gran desconcierto comunicativo, que raya en la violencia.
Frente a esa violencia verbal en las redes, conviene recordar a la lingüista norteamericana Deborah Tannen, quien, en La cultura de la polémica, mostró cómo se instalaba en la democracia estadounidense una cultura bélica (“polémica” viene del griego polemós: batalla o guerra).
Hoy, en la Argentina, más allá de la metáfora “lanatiana” de la grieta, estamos en un nivel altísimo de agresión verbal en las redes sociales. La grieta se transformó en abismo.
Cuando hablamos de violencia verbal, nos referimos al uso del lenguaje de odio. O estás con nosotros o estás con ellos. Tiempo atrás, Teun van Dijk, analista holandés del discurso, explicó cómo la discriminación se vale de estos pronombres.
El “ellos/nosotros” partió el campo discursivo de los argentinos. La discusión nos remite al pasado: unitarios y federales, peronistas y contras, kirchneristas y antikirchneristas… El lenguaje del odio está más vivo que nunca.
No nos referimos aquí al discurso de políticos o periodistas. Pensamos en el ciudadano común: el que tuitea su alegría porque River le ganó a Boca (o viceversa); el que postea la foto del cumpleaños de su hijo; el que comparte un chiste; el que denuncia la rotura de un caño en la vía pública. Hablamos de ciudadanos como todos nosotros.
La palabra es una herramienta poderosísima. Podemos hacer mucho bien con nuestro decir o podemos literalmente destruir al otro con el insulto, la calumnia, el agravio.
Para Aristóteles, el ser humano es zoón logón: animal que piensa/habla. Lógos es tanto pensamiento como palabra. Esa condición nos distingue de los animales. La falta de cortesía verbal, la carencia de escucha, de empatía, de ponerse en lugar del otro en tanto otro, es una corriente venenosa que atraviesa en nuestro país las redes sociales y nos transforma en menos que animales.
Para el estudioso inglés, David Bohm, el diálogo (dia: a través de, logos: pensamiento/palabra, viene del griego) es una interacción verbal en la que uno expone su idea, el otro escucha y expone la suya y, finalmente, con las dos ideas, se crea una nueva que no nos opone sino que nos complementa. Sin duda, no hay democracia sin diálogo colaborativo.
Bohm se refiere también a los “bloqueos” que se dan en la comunicación. Si alguien dice algo que parece atentar contra nuestras creencias, nos provoca miedo e inmediatamente atacamos para defendernos, sin saber con seguridad, si había intención de dañar.
Esto se potencia en las redes. Al no tener al otro frente a frente, no se puede contextualizar el mensaje. Es imposible aseverar cuáles son las intenciones del otro. Nos falta el contenido que se comunica no verbalmente, mediante gestos, tono de voz, mirada, etc. Además, en 140 caracteres o en un breve posteo, no solemos captar el sentido último del mensaje.
Así, se producen los malentendidos y conflictos que escalan hasta imposibilitar el diálogo. Usamos expresiones dañinas y discriminadoras que esconden nuestro miedo bajo una gruesa capa de indignación.
El sacerdote chileno, Hugo Tagle, en un artículo titulado “La rana sorda” afirma que debemos retornar a una palabra constructiva, de consuelo, de aliento, que ayude al hermano (al compatriota en este caso) a estar mejor y no, a defenestrarlo.
Es falsa la dicotomía “ellos/nosotros”. A los argentinos solo nos queda el “nosotros”. Podemos pensar distinto y eso nos enriquece. Podemos suspender prejuicios y mirar, por un momento, la realidad desde la perspectiva ajena. Podemos priorizar la patria y construirla entre todos. Pero no pequemos de inocentes, tal como se desarrolla el discurso social hoy, tenemos un largo trecho por recorrer.
Hay que re-educarnos en la confianza, en el respeto, en la aceptación, en pensar que al otro puede asistirle también la razón. Es un trabajo que los adultos debemos comenzar ya, porque los niños nos miran y el modelo que les damos no producirá el país que merecen. Estamos en peligro cuando usamos la violencia verbal, estamos en peligro cuando nos valemos de la violencia física, que destroza todo por lo que hemos luchado.
Seamos los primeros en preservar los vínculos, en escuchar atentamente, en creer que, aunque no compartamos las mismas ideas, sí tenemos los mismos objetivos: vivir en un país en paz, con igualdad de oportunidades, con salud y educación para todos, con la dignidad y el respeto que nos merecemos, simplemente por ser personas.