Valores

La Familia Sagrada

Escrito por Macarena Seguí
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“Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne”

“¡Mamá, quiero un vaso de leche, por favor!” pide Jacinta, de 3 años, desde su habitación a las 3:44 de la madrugada. Su madre, que hacía apenas un rato se había levantado a atender a su hijo de 9 meses, lo despierta a su marido pidiéndole que se ocupara del asunto. “Ahí voy” responde él y así, madre y padre asisten a sus niños, una noche más, con mucho cansancio, pero con más amor.

De vez en cuando, cuando el día a día parece llevarse puestos los detalles cotidianos, me gusta repasar esta escena. Es que vivimos en un mundo donde parece que la productividad es más importante que la humanidad; donde llegar a la cima en lo profesional, es más importante que leer un cuento o jugar; donde hablar de negocios es tema de común interés y la formación de los hijos, algo mecánico.

Es verdad que “los tiempos han cambiado”, la pregunta es: ¿Para mejor? Yo respondo: depende de la perspectiva. El Papa Francisco, en la Encíclica “Laudato Sí”, publicada el 24 de mayo de 2015, nos invita a reflexionar acerca de cómo estamos habitando la Tierra y al respecto plantea que “A la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta se une hoy la intensificación de ritmos de vida y de trabajo, en eso que algunos llaman «rapidación».

La Rapidación

Vivimos como si un día tuviese el doble de horas y nos estamos acostumbrando a hacer mucho en poco tiempo. La sociedad, la cultura que muta, la tecnología, los nuevos hábitos y nuestras propias aspiraciones, nos invitan a correr. Por un minuto cerremos los ojos y repasemos lo que hicimos hoy, desde que nos despertamos hasta ahora. Seguro tengamos una larga lista de actividades, de objetivos alcanzados, de cosas que aún quedan pendientes, pero ¿Reconocemos personas, sentimientos o pensamientos?

San Josemaría Escrivá de Balaguer decía “Haz lo que debes y está en lo que haces”. La primera vez que escuché esta oración me costó entenderla; sinceramente no la comprendía, no lograba que estas palabras resonaran en mi corazón, hasta que con la Luz de la Fe pude encontrarle sentido a cada una y así, sin más que la Gracia de Dios, la adopté como lema de vida. Enseguida me puse a pensar: Hoy, mientras jugaba con Jacinta, ¿Estaba con ella, o pendiente del celular? Más tarde, mientras trabajaba, ¿Realmente cumplía con mi deber, o me abrumaba pensar en todo lo que no iba a llegar a hacer? En ambos casos la respuesta no fue la esperada; hice lo que debía y aunque en cuerpo estuve presente, en mente y alma, no.

Desde ese día mi vida no fue igual. Entendí que la “Rapidación”, ese concepto que había leído hacía algunos años, se había hecho carne en mí. Por supuesto que cumplía con mis deberes de madre y esposa, pero muchas veces en modo Piloto Automático, como si mis quehaceres fueran ítems más de la larga lista de pendientes.

El trabajo ¿Medio o fin?

Desde muy pequeña recuerdo haber sido una niña inquieta. Inquieta de curiosidad que constantemente buscaba aprender y conocer el entorno que la rodeaba. Este deseo estuvo siempre acompañado de un sentimiento muy profundo, que me hacía transitar el camino con el corazón abierto y me invitaba a estar más atenta a la necesidad del otro que a la propia. Con el tiempo fui adquiriendo capacidades y fue entonces cuando pude ponerle nombre a esta esencia que me habita: la inquietud, acompañada por la necesidad de darse al otro, se llama Servicio y esta es mi vocación.

Pero vivimos en una sociedad donde se nos exige llevar una armadura puesta; donde toda demostración y carencia de afecto, cariño, o entrega son vistas como debilidades. Parece entonces, que ser fuerte es no sentir, que ser respetuoso es no preocuparse por el prójimo y que este don de Dios, la sensibilidad, es un gran enemigo.

Estos grandes valores vistos desde la mera humanidad resultan siendo efímeros y carecen de sentido. En un mundo que avanza con más velocidad que nunca, empezamos, entonces, a vivir en sintonía con ellos replicándolos no sólo en nuestra casa, sino también en el trabajo, haciendo de ellos un estilo de vida.

Hoy es ley que para ser “exitoso” hay que tener una gran carrera profesional. Hay que formarse constantemente y prepararse para hacer cumbre lo más pronto posible. De repente, un joven de diecisiete años se encuentra en el aprieto de tener que decidir a qué se dedicará el resto de su vida y empieza la universidad sin siquiera haber abandonado la casa paterna. Muchos emprenden un éxodo hacia ciudades capitales y se encuentran por primera vez con su soledad. Empiezan las dudas, las preguntas, que no siempre encuentran lugar y así transcurren algunos años hasta que llegan a ser profesionales, académicamente preparados para insertarse en el mercado laboral.

Algunos consiguen su primer trabajo y empiezan a hipotecar horas de vida buscando llegar lo más rápido posible a su objetivo, mientras que otros se sienten confundidos y ante la mirada crítica de los demás creen estar perdidos. Porque hoy ser productivo es tener un trabajo de tiempo completo, pero acaso pasar tiempo con la familia ¿No da frutos eternos?

Este es uno de los grandes dilemas de estos tiempos: ¿Trabajamos para vivir, o vivimos para trabajar?

La Familia Sagrada

Somos muchos los que vamos en este sentido.

Esa misma noche, después de evaluar el rumbo que había tomado, pude descubrir también que en semejante desierto, Dios me había regalado un oasis: mi familia.

De repente, entre tanto ruido, apareció la paz y en medio del alboroto hubo serenidad para que pudiese descubrir este gran secreto. No es magia, es simplemente encender el alma. Es descubrir la presencia del Señor el cotidiano, en cada detalle, de manera simple. Es allí donde Él se esconde, en lo humilde y pequeño, tal como lo hizo al instituir la Eucaristía, quedándose con nosotros en el pan y el vino.

Si el mismo Dios eligió el seno de una familia para venir al mundo y regalarnos la Salvación, ¿Qué nos pasa a los seres humanos, hombres comunes y corrientes, que no podemos ver el tesoro que se nos fue dado, al nacer del mismo modo que Jesús?

Esta reflexión me ayudó a dimensionar un poco la oscuridad por la que estamos transitando y me llevó a situaciones sutiles, como, por ejemplo, que hoy ya no hablamos en plural. No es raro escuchar a un hombre o mujer de familia decir “Mi auto”, “Mis hijos”, “Mis proyectos”, en vez de “Nuestro auto”, “Nuestros hijos, “Nuestros proyectos”. Hemos llegado a un punto donde el egoísmo se ha vuelto invisible. Está tan solapado y es tan silencioso, que en muchos de nosotros se ha hecho carne sin que nos diéramos cuenta.

Has errado de camino si desprecias las cosas pequeñas”, dice San Josemaría Escrivá en su libro “Camino”, y yo me pregunto: ¿Cómo es posible despreciar lo que no se ve?

La familia es uno de los tantos dones despreciados por la sociedad. Sin embargo, es lo más sagrado que podemos encontrar en nuestro día a día. Es signo de la presencia de Dios. Es un medio para santificarnos y para participar de la santificación de otros. Es donde un hombre y una mujer se vuelven uno, en nombre del Dios. Los hijos son un Baluarte aún más grande, tan grande que, creo, somos incapaces de dimensionar la confianza que el Padre nos tiene, para confiarnos a los suyos.

Aquí también quiero detenerme.

Los niños son sus preferidos y es en nuestros hijos donde Dios nos regala una escuela diaria de Amor. Ellos nos quieren, sin pedir nada a cambio, con el Amor más puro que un alma puede sentir. En sentido inverso, los hombres conocemos una forma de amar totalmente distinta e intensa cuando nos convertimos en padres. Por eso, pienso, que dos personas de la Santísima Trinidad son Padre e Hijo, otra vez, como nosotros.

Sin embargo, estamos tan apurados que no disponemos el corazón para prestarles atención. Esta cultura promueve algo así como que “los niños no se sienten” y entonces, cuando finalmente nos encontramos cara a cara con la paternidad, un tsunami de emociones nos interpela. Esperamos que el bebé no llore, que duerma en su moisés (de corrido), que no se mal acostumbre, que cumpla horarios y respete los nuestros y ya, cuando crece apenas uno o dos años, le exigimos aún más. Otra vez vuelve la duda, ¿Acaso es coincidencia que todos, desde la concepción, necesitemos el amor exclusivo y la atención permanente de nuestros padres?, ¿Habremos venido con “falla de fábrica” todos, ya que los primeros meses no podemos separarnos ni un instante de nuestra mamá? Incluso durante las primeras semanas, nuestro corazón late al ritmo del suyo.

La respuesta es no. Lo que sucede es que corrimos a la familia del centro edificante y dignificante que le corresponde y hemos puesto en su lugar otras dimensiones y aspectos humanos, como el trabajo.

Así como en el siglo XVI, a principios de la Edad Moderna, se sustituyó el Teocentrismo por el Antropocentrismo, en los últimos tiempos hemos pasado tener como eje la familia, a reemplazarlo por el trabajo.

Propongo entonces que cerremos los ojos de nuevo y miremos hacia adentro. Otra vez repasemos lo que hicimos hoy, pero esta vez intentemos reconocer personas, sentimientos y pensamientos. Detengámonos ahí, en esa mirada, en esa sonrisa que alguien nos regaló. Disfrutemos en la memoria el momento que hayamos pasado con nuestros hijos y también preguntémosle a nuestro marido o mujer cómo está. Cómo se siente y si hay algo en lo que podamos ayudar.

Pidámosle a María, madre y esposa, a San José, padre y esposo y a Jesús, Hijo y Dios, que nos regalen un instante de conversión y que de ahora en adelante lo que suceda en el camino sea visto con los ojos del corazón, siempre iluminados por la Luz de la Fe, para que podamos reconocer en nuestras familias la presencia de Dios. En cada gesto, en cada entrega, en cada abrazo, en cada mirada y palabra, ahí está nuestro Señor.

La Sagrada Familia es el modelo que tenemos para hacer de nuestras Familias lo más Sagrado. Tomémosla como ejemplo y volvamos a darle el lugar que se merece.

Sobre el autor

Macarena Seguí

Licenciada en Relaciones Internacionales con formación y trayectoria en Educación y Comunicación. Emprendedora

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4 comentarios

  • Felicitaciones Macarena por esta columna… tan clara, tan sencilla, tan humana y al mismo tiempo tan iluminada por el Espíritu.
    Estos procesos de «rapidación» nos hacen perder esos necesarios «desiertos» y «montañas» para retirarse, espacios donde Dios nos habla en lo profundo del corazón y nos ayuda a discernir. No perdamos de vista la importancia del llamado de la vocación familiar como eje central del camino personal de santificación para quienes hemos seguido este camino. Si pudiéramos tomar conciencia de «la confianza que el Padre nos tiene, para confiarnos a los suyos» seguramente nos sería más sencillo. Pidámoslo confiadamente en oración.
    Gracias por compartir tus pensamientos.