Desde las insólitas respuestas de hace tiempo a un personaje de Gran Hermano a la amenaza al fiscal Luciani, pasando por la acusación al periodismo de ser responsable indirecto del atentado contra Cristina Kirchner, o las afirmaciones casi diarias de que la inflación o el malestar solo están en nuestras mentes (y no bolsillos), el Gobierno está logrando una inesperada influencia mediática.
Aunque ni lo parezca ni lo merezca, en no pocas ocasiones el Gobierno que encabeza Alberto Fernández está siendo increíblemente capaz de marcar buena parte de la agenda temática de los medios, y casi todo ello merced al buscado e inteligente protagonismo de su portavoz, Gabriela Cerruti, justamente cuestionada e injustamente subestimada por igual.
Con esos análisis se pierde de vista la persistente eficacia que demuestra el Gobierno en conseguir sus verdaderos objetivos, que no son los de comunicar una inexistente gestión sino orientar la mirada hacia los extrarradios de los asuntos realmente decisivos para los ciudadanos, logrando conquistar preciosos tiempos y espacios mediáticos que -por su perogrullesca finitud- ya no se pueden dedicar periodísticamente a otros asuntos.
Pensar que todo esto no es parte de una estrategia de comunicación política muy diseñada sino fruto del azar, la improvisación o la nunca descartable torpeza tan entusiasta como asidua y minuciosa es, como poco, de una ingenuidad suprema en tiempos de millonarios consultores internacionales (y locales).
Así, juzgar como fracaso una estrategia de comunicación por presumir que no alcanzó objetivos que, en realidad, su protagonista nunca tuvo, revela al menos una insuficiente comprensión del carácter dramatúrgico que poseen hoy todos esos procesos de puesta en escena, pues como reza esa vieja y cínica expresión, de tan dudosa ética como probada eficacia, “que hablen de ti, aunque sea bien”. Que la portavoz de un Gobierno, en la parte del mundo que sea, adquiera el protagonismo que tiene Cerruti en estas latitudes no debiera explicarse solo por sus actuados exabruptos casi constantes, su presumible mal carácter, cierto grado de aparente soberbia, un impostado hablar arrabalero de orígenes cierta pero ya lejanamente humildes, ‘looks’ que justamente buscan dar que hablar o la supuesta insuficiente e ineficaz comprensión que la formación y trayectoria solo periodísticas de Cerruti terminarían teniendo de un proceso mucho más complejo, el de la comunicación institucional del quehacer político.
La intrépida joven periodista del irreverente Página/12 de los ’90, hijo de la genialidad de Jorge Lanata y de la sagacidad innegable de Horacio Verbitsky, autora de la más meticulosa y documentada biografía no autorizada sobre Carlos Menem, El Jefe, parece lo que se quiera creer de ella menos que es una temeraria improvisada dispuesta a inmolarse sufridamente ahora por 740.000 buenas razones mensuales y la promesa presidencial de cargos futuros, histriónicamente irritable e irritante al mismo tiempo, impulsiva y descortés, o al menos resulta un gravísimo error de cálculo y perspectiva pensarla solo de ese modo.
Cerruti y Fernández son lo mismo y no sería del todo desacertado pensar que conversan a diario, junto con otros asesores en comunicación, acerca de la estrategia cotidiana y acerca también de por medio de qué acciones llevarla a cabo. Juzgar ese maquiavelismo éticamente es necesario e imprescindible, pero añadiendo el esfuerzo periodístico extra por no dejar de informar de aquello que de verdad importa.
Con criterios más que acertados sobre lo que hoy es noticioso, generalmente lo polémico y espectacular, lo que exacerba todo antagonismo, lo que destaca y profundiza la grieta, el Gobierno logra más impacto del que debiera en la agenda de los medios, especialmente en los que poseen menos recursos para contrastar la veracidad de cada declaración altisonante, y los que más necesitan completar sus contenidos, sean las que sean las fuentes que los proveen.
Por supuesto, se trata de noticias que deben ser informadas, pues no dejan de ser importantes por descabellados que resulten sus temas: que un Gobierno sea descabellado es algo que siempre merece ser conocido. Pero también debiera serlo la trampa de la que nacen, un espeso manto de neblina que los medios tenemos la obligación de disipar a favor, precisamente, de esa falta de gestión que con tanto entusiasmo e inesperado éxito el Gobierno trata de disimular.
A fin de cuentas, tal vez Gran Hermano y Gran ‘Hengaño’ terminen siendo lo mismo y Cerruti simpática y encantadora cuando no la deslumbran las artificiales, engañosas y seductoras luces del deplorable espectáculo circense al que el Gobierno desearía acostumbrarnos.
“El espectáculo es la trampa donde atraparé la conciencia del rey”, exclamaba el atribulado príncipe Hamlet de Dinamarca. Hoy, peligrosamente, la conciencia que podría terminar apresada es la nuestra, y con la propia, insólita e ingenua complicidad.
*Publicada originalmente en El Hilo de la Comunicación, de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.