El esclavo africano Manuel Costa de los Ríos (el “negrito Manuel”), fue el fiel custodio de la Virgen de Luján a partir del año 1630, momento en que ocurre el milagro en la localidad de lo que hoy es Villa Rosa, en la Provincia de Buenos Aires.
Desde ese primer encuentro entre Manuel y la Virgen María, se sella una alianza de amor y comienza a gestarse una vinculación entre ambos, que va conduciendo a Manuel por caminos insospechados.
María lo llama a ser su custodio y Manuel da su sí inmediato, sin dudar, sin saber muy bien qué va a suceder de ahí en más con su vida. Sólo confía y descansa en la providencia de Dios.
Él fue un claro ejemplo del siervo sufriente del que nos hablan las escrituras, ultrajado y despreciado, capturado en África como un animal, separado violentamente de su comunidad y familia, sin libertad y marcado a fuego, al igual que el ganado, para ser después alojado por más de sesenta días en un navío rumbo a América, en las más inhumanas condiciones sanitarias.
Y como si todo esto no fuera ya extremadamente cruel, le impusieron una religión (la católica), un bautismo y un nuevo nombre (Manuel) ajeno a su propia tradición; debió aprender otro idioma y finalmente fue vendido como una mercancía en el mercado de esclavos, valuado por su valor de uso.
A pesar de ese maltrato y desprecio a su dignidad humana, Manuel supo transformar su vida en un camino hacia Dios desde María. Sintió la bondad de la Virgen y fue desentrañando día a día, su misión.
¡Cuánto nos enseña hoy esta actitud de Manuel de ver el mundo con nuevos ojos, descubriendo posibilidades, donde sólo en apariencia hay oscuridad!
Recordemos el milagro del año 1630, cuando Antonio Farías Sáa, hacendado de Santiago del Estero (Sumampa), le pide a su amigo, el capitán Andrea Juan, una imagen de la Virgen de la inmaculada concepción, la que trae desde Brasil.
En el mes de mayo de dicho año, la carreta de bueyes que llevaba dos imágenes a Sumampa (1. Madre de Dios y 2. La Purísima Concepción) hace noche en la estancia de Rosendo.
Al día siguiente, cuando retoman el viaje, la carreta no se mueve. Se resuelve bajar uno de los cajones con una de las imágenes, pero la carreta siguió inmóvil. Una persona (quizás el negrito Manuel, según la tradición) pidió que se trocaran los cajones, bajando la imagen de la Purísima Concepción y subiendo la de la Madre de Dios, y entonces ¡avanzó sin dificultades, produciéndose el milagro! La imagen milagrosa quedó ubicada en un oratorio de la estancia de Rosendo.
Así María quiso afincarse entre nosotros y ser nuestra madre de manera silenciosa, casi imperceptible, en la soledad de la llanura pampeana, en donde habitaban escasas personas. Tengamos presente que unos años antes del milagro, en 1621, cuando en Buenos Aires vivían 1325 personas, se produce una peste de viruela y fiebre tifoidea, en la que murieron al menos la mitad de la población. Es decir que quedaron con vida alrededor de 660 personas.[1]
Por este motivo, podemos deducir que, por cuarenta años, de 1630 a 1670, la imagen de María que permaneció en el oratorio de la estancia de Rosendo fue visitada por un número reducido de personas que se acercaban a venerarla o lo hacían por estar en el camino que conducía a Córdoba, Santiago del Estero y el Alto Perú.
En esa soledad de una estancia ubicada en el viejo camino al norte, el negro Manuel permaneció fiel a su alianza de amor con María, en oración y manteniendo siempre encendida una vela frente a su imagen.
Llama la atención que la imagen milagrosa, alrededor del año 1650, pasó a ser propiedad de dos sacerdotes muy reconocidos de la época, herederos de la familia de Rosendo de Trigueros: Diego Rosendo de Trigueros y Juan de Oramas Filiano (medio hermano del primero), quienes no llegaron a captar la dimensión del milagro ocurrido (no reconocido en ese entonces por la autoridad eclesiástica), ya que ambos se desentendieron de la imagen, abandonando el lugar con distintos destinos. Sólo Manuel permaneció fiel.
Con motivo del cierre del viejo camino al norte, se acentuó la escasez de visitas a la imagen, motivo por el cual, en 1671, una piadosa dama de Buenos Aires, Ana de Matos, adquirió la imagen en la suma de $ 200 y la trasladó al oratorio que establecerá en su estancia, que se encontraba cerca del nuevo camino a Córdoba, donde comenzó a gestarse el primer núcleo poblacional que daría origen a la villa de Luján.
Lo ocurrido motivó que el negro Manuel fuera separado con mucho dolor de la imagen, quedando como peón de la estancia de Rosendo.
A partir de ese momento Manuel comenzó a luchar por su libertad para volver a reunirse con la imagen, afirmando que su antiguo amo, Bernabé González Filiano, le había dicho en 1630 que él era esclavo de la Virgen. Por eso repetía “Yo soy de la Virgen nomás”. Inició así en Buenos Aires una acción legal para ser liberto ante los jueces de la Real Audiencia, pero su intento fracasó.[2]
Su sufrimiento fue seguramente enorme, ya que de esa manera no podía reencontrarse con la milagrosa imagen de María, a la que había permanecido fiel con amor inquebrantable por cuarenta años.
En medio de tanto dolor, Dios supo encontrar un camino inesperado, como es la forma en que Él actúa tantas veces. Cuando parecía que todo estaba perdido y ya no existía nada por hacer, en el año 1674 la “Cofradía de la Limpia Concepción del Río Luján”[3], a través de una colecta pública, compra al negro Manuel (de 70 años) en la suma de $ 250 a Catalina Páez Clavijo, quien lo conservaba en propiedad, luego de ganarle el pleito judicial, y de esta forma vuelve con María, pasando a custodiarla en la capilla que construye Ana de Matos en su estancia.
Manuel, siendo esclavo vivió como un hombre libre y supo descubrir en la alianza de amor con María la fuente más profunda de donde brotaba su más auténtica libertad. Su esclavitud no fue alienante ni sumisa, sino que luchó con todas sus fuerzas para ser liberto, aunque no lo logró.
Sostuvo la vela encendida de la imagen de María durante cuarenta años en soledad. Él sabía que esa era su misión. Y ese sebo de las velas, que ardió durante tanto tiempo en los largos encuentros que tuvo con María, fue bendecido de tal forma que a través de él llevó a cabo muchos milagros.
Podemos decir que él sostuvo de alguna manera por cuarenta años el milagro de Luján, cuando la fe en ese acontecimiento era apenas incipiente.
Ante la historia del negro Manuel me surgen algunas preguntas para nuestro tiempo actual:
¿Qué nos dice hoy hombres del siglo XXI el ejemplo del negro Manuel?
¿Somos capaces de descubrir la luz en medio de las difíciles circunstancias que nos tocan vivir? ¿Somos capaces de ver con nuevos ojos, como Manuel?
¿Sabemos descubrir la voz de Dios en los momentos de soledad, dificultad o vacío que surgen en nuestras actividades?
¿Sabemos mantener encendidas nuestras velas en los momentos que nos sentimos abandonados e ignorados?
¿En qué sostenemos nuestro liderazgo frente a la soledad y el abandono?
¿Cuál es la fuente en dónde bebemos para buscar nuevas fuerzas?
Manuel es un faro para este mundo actual, que ha perdido la fe y fortaleza para descubrir nuevas posibilidades en medio de las tinieblas.
Inspirémonos en su ejemplo.
[1] Ref. Juan Guillermo Durán, “Manuel “Costa de los Ríos”, Ed. Ágape (2019), pág. 152.
[2] Señala el historiador Juan Antonio Presas, “como del negro esclavo no hubo nunca escritura legal, y su entrega a la Virgen fue una prestación amistosa, muy bien a su debido tiempo, se creyó oportuno darlo en dote de casamiento a Catalina Páez Clavijo, casada con don Pedro Gutiérrez Garcés, el 15 de abril de 1671. Ref. Juan Guillermo Durán, “Manuel “Costa de los Ríos”, Ed. Ágape (2019), pág. 219
[3] Fundada en el año 1673. Las cofradías eran congregaciones marianas promovidas por los jesuitas, que fomentaban un espíritu comunitario.