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La desocupación

Agro exportación
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Si me lo permiten, desearía introducir el tema con un recuerdo de las últimas décadas del siglo pasado, cuando la reforma agraria transformó la situación de los campesinos en el Ecuador. Pasaron de ser indígenas vinculados como peones en grandes haciendas, cuya remuneración consistía en la posibilidad de quedarse con los frutos de las tierras altas asignadas (Huasipungos), a ser propietarios de la parcela que les fue asignada al dividir la gran hacienda y entregarla a los antes huasipungueros.

 Era tiempo de siembra y el amigo párroco de la zona me llevó a ver el espectáculo de la llamada minga: con un ritmo preciso, marcado por la voz del líder y replicada en coro, una hilera de doce o quince labradores descargaba la azada sobre el reseco terreno y abría un surco perfectamente continuo. Daban un paso atrás, se repetía la misma operación, con la evidente idea de llegar al límite de la parcela, desplazarse a un costado y seguir abriendo la zanja, empatada con la ya abierta, hasta llegar al lindero opuesto. Y así sucesivamente, hasta que todo el campo quedara listo para la siembra.

Me sentí partícipe de la emoción de mi amigo, cuando ponderaba el trato preciso que daban a la tierra para disponerla a ser fecunda (pachamama, madre tierra), el admirable ejemplo de una comunidad en vigoroso y firme ejercicio de solidaridad, en la digna posición de propietarios, ya no más siervos de la gleba. Pero al mismo tiempo, le dije: ¡Qué pena! Esto va a durar hasta que alguien venga con un tractor y haga en un par de horas lo que está costando el trabajo de toda una jornada de estos braceros.

 Después, hace pocos años, ya en Guayaquil, erigimos una parroquia personal para los indígenas. El presidente que tenían me explicó que su familia originariamente radicaba en un huasipungo; que un tío suyo compró una camioneta de segunda mano y le tomó como ayudante para traer a Guayaquil y vender los frutos de la tierra; que él había montado su propio negocio y llegado a adquirir una flota de camiones y varios puestos en el llamado mercado mayorista; que le hiciera el favor de bendecir el local que abría un hijo suyo para cobrar por el uso de las computadoras que ponía a disposición de la comunidad.  

Todo esto vendría a ser un modesto ejemplo de los procesos evolutivos de una economía impulsada por el progreso de la técnica. Desde los primeros telares en Manchester, comienzo de la era industrial, se manifestaron muy variadas consecuencias, de las que cabe destacar dos:

a) la evidente aceleración en la creación de riqueza y una calidad más humana en las tareas de producción,

b) la expulsión de muchas personas fuera del circuito económicamente activo, con el surgimiento de la llamada cuestión social, aún más complicada por implacables leyes del mercado, que rebajaron hasta la crueldad la remuneración del trabajador por el exceso de oferta de trabajo.

Es decir, cada progreso técnico produce un corte de puestos de trabajo. Hasta el día de hoy, en que la inteligencia artificial llega a producir, en cosa de segundos, una buena homilía del ciclo B del domingo XVII del tiempo ordinario.   

Ante este conjunto siempre dinámico, ¿qué luces y motivaciones concretas surgen desde una visión cristiana del hombre y de la sociedad para un empresario de nuestros días?

Ciertamente, el mandato original recibido exige aplicar las especiales capacidades del hombre (varón y mujer), hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), para cultivar y cuidar la realidad natural que se halla puesta a su servicio (Gn 1,26) y bajo su cuidado (Gn 2,15). Una parábola como la de los talentos (Mt25, 14-30) proyecta este mandato original a la economía de la Redención en Cristo Jesús.

Más allá de las leyendas negras de ayer y de hoy, la fe y la ciencia (con sus aplicaciones prácticas que designamos como técnica) se encuentran unidas y se apoyan mutuamente. En concreto, el empresario católico jamás puede dormir sobre sus laureles, si alguno tiene. Debe estar abierto a las innovaciones técnicas y a las nuevas oportunidades que continuamente se abren. A pesar de que el progreso técnico nazca con frecuencia manchado por el espíritu de Caín (las guerras como impulso para las novedades técnicas) o por esa codicia insaciable que algunos siguen considerando como el primer motor del progreso de la economía y de las naciones. Una autentica vivencia de la fe no le teme, por ejemplo, a seguir en el mundo de la comunicación las superaciones implicadas en el paso del mensajero que corre al celular que atraviesa los océanos. O, como decía al comienzo, entre el bracero de la minga y el tecleo ante la computadora.

Un empresario animado por la fe no puede menos de atender a las consecuencias de su trabajo por ofrecer al mercado bienes y servicios a menor precio e incluso de mejor calidad, pero con un decreciente rol de empleados. En Ecuador, solo una tercera parte de la población económicamente activa se encuentra enrolada en un empleo digno de ese nombre. Lo demás es el subempleo o el desempleo, como dramas cotidianos de la gran mayoría de los hogares, como desgraciado impulso para la emigración. La Carta de Santiago nos dice: si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario, y uno de ustedes les dice: ’Vayan en paz, abríguense y sáciense’, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (Sant, 2,15-16).

Por lo tanto, se desprende una primera consideración que está al alcance de la mano y no se conforma con una crítica social y política. Los beneficios que produzca la empresa han de servir, desde luego, para que no vaya a la quiebra. Pero enseguida han de ser reinvertidos para generar nuevos puestos de trabajo. No de cualquier manera, desde luego. Un buen trabajo profesional exige al empresario un continuo análisis de los progresos de la técnica en el ramo, un constante estudio de las situaciones del mercado, una atención organizada para emprender en otras ramas del negocio o en negocios completamente diferentes. Dios le ha dado, y él ha cultivado con esfuerzo y no pocos intentos fallidos, capacidades que no todo el mundo tiene. Hay que ponerlas en juego, sabiendo que raramente hay ganancia fácil y a la vez honesta, siendo lo normal asumir riesgos que a veces han de inclinarse por el mal lado. Pero hay que crear puestos de trabajo.

A la vez, hay que recordar y hacer propia la meta de vivir en este mundo en forma sobria, justa y piadosa (Tit 2,13). La sobriedad supone la eliminación de los excesos tan amados por los ricos, ostentosos en un modo de vida que hace de la opulencia un motivo no solo de admiración sino también de envidia. Hay una suerte de complicidad en la desigualdad social, exhibida como galardón, para suscitar envidias, rencores y revoluciones. Cultivemos el compromiso de no enjaularse en la autocomplacencia del pequeño burgués, no digamos del grande.

La secuencia del Apóstol parece poner esa sobriedad como primer e indispensable paso. De ahí se sigue, también mediante una reinversión constante, y a ser posible atinada, una justicia a la dignidad de los hermanos. Y para todo hace falta la piedad, que está en continuo aprendizaje para tratar a Dios como Padre.

Sobre el autor

Antonio Arregui Yarza

Arzobispo emérito de Guayaquil.

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