Toda inspiración, de alguna manera, parece provenir de una fuente trascendente. Esta conclusión puede alcanzarse desde diversas perspectivas y métodos. En esta ocasión exploraremos dos de ellos: por un lado, una constatación empírica, y por otro, una aproximación filosófica.
En la experiencia cotidiana, encontramos numerosos artistas que describen una «conexión» o un «flujo» desde y en el cual el arte sucede. Se percibe cierta alteridad entre el artista y su obra. En ese estado, los recursos creativos se multiplican y la sensibilidad se afina. Es como si, en ese momento, uno no fuera simplemente un creador, sino un canal por el que fluyen ideas y emociones que lo trascienden.
Esta conexión, en muchos casos, presenta un matiz o color religioso. Ariel Ramírez, un músico sin un perfil explícitamente religioso, dio vida a una obra espiritual como la Misa Criolla. Charly García, en Rezo por vos, o Paul McCartney, en su evocación de María en Let it Be, nos recuerdan que incluso aquellos sin una religiosidad manifiesta a veces tocan temas sagrados. Esta experiencia sugiere que el arte, cuando es auténtico, va más allá de la intención del artista y se convierte en una manifestación de lo sublime, de lo que podríamos llamar “divino”.
Desde una perspectiva filosófica, la conexión entre Dios y la Belleza se enraíza en la noción de los Trascendentales. Según esta idea, el ser, en la medida en que existe en nuestra realidad terrena, es simultáneamente Bueno, Verdadero y Bello. Ser, Bueno, Verdadero, Bello y Uno son diferentes aspectos de una misma esencia. En este sentido, hay belleza en toda la creación, y por ello el arte implica siempre alguna forma de reproducción de algo que “es” en la naturaleza de las cosas o en el espíritu de su creador.
Si esto es así —como lo entendieron todos los filósofos realistas— y Dios es denominado “El que Es” (siendo Yahvé traducido literalmente como «el Ser subsistente»), entonces todo lo que existe, y toda belleza, solo pueden venir de Él. Esta vinculación entre el Uno y lo Bello en Dios, y la idea de que la belleza (y el arte en particular) es una puerta de entrada hacia lo trascendente, ya aparece en Platón.
Así, cuando un artista se conecta con ese “algo más”, podríamos decir que toca, de alguna forma, una chispa de lo divino. La Belleza y la inspiración se encuentran, no como entidades aisladas, sino como manifestaciones de lo eterno que despiertan en nosotros un asombro reverencial.
Por último, y como una arista de esta reflexión en el ámbito empresarial, conviene detenerse en la importancia de fomentar el arte. No se trata solo de una cuestión de responsabilidad social o de sustentabilidad cultural, sino de un acto casi religioso. La promoción y el cuidado del arte auténtico y de la Belleza se convierten en un deber que tenemos, no solo con la sociedad, sino con Dios.