Durante milenios, la rueda cambió la historia, pero tardó cinco mil años en llegar a las valijas. ¿Y si con la inteligencia artificial nos estuviera pasando algo parecido? Este texto propone una lectura crítica —con humor y ecos bajtinianos— sobre cómo imaginamos y usamos las herramientas que transforman el mundo.
En algún rincón del tiempo, hace más de cinco mil años, un tronco caído rodó por una pendiente y encendió una idea. Alguien —algún observador cansado de arrastrar cosas— lo vio, pensó y creó. Así nació la rueda: primero en madera, luego en piedra pulida. La historia empezó a girar. Pasaron imperios, guerras, inventos, tratados filosóficos, revoluciones industriales y conquistas espaciales. Y, sin embargo, hasta 1972, a nadie —literalmente a nadie— se le ocurrió atornillarle un par de rueditas a una valija. Fue Bernard D. Sadow, un ejecutivo de una empresa de equipaje en Massachusetts, quien lo hizo. Patentó la primera valija con ruedas, pero su invento fue inicialmente rechazado por varios grandes almacenes: parecía poco serio hacer rodar el equipaje. Años después, en 1987, el piloto Robert Plath rediseñó la idea con una maleta vertical, ruedas más funcionales y un asa extensible: la llamó Rollaboard. Esa versión —la que hoy arrastramos con alivio por los aeropuertos— revolucionó finalmente la forma de viajar. Y, aun así, nos llevó más de cinco mil años llegar a ella.
Esta omisión, tan absurda como reveladora, dice algo más profundo: inventar no siempre es suficiente. Hace falta también imaginación para aplicar lo ya inventado de forma útil y oportuna. Así como la rueda cambió para siempre el transporte, la IA está alterando los modos de pensar, crear, decidir e incluso soñar. Pero, igual que la valija antes de las rueditas, seguimos viéndola muchas veces como un peso a cargar, entre la fascinación y el espanto. La paradoja de la valija sin ruedas nos recuerda que el problema no siempre es la tecnología, sino la lentitud para imaginar sus usos más simples y, a la vez, más transformadores.
Porque, al igual que con la valija, el verdadero salto no es tecnológico, sino mental y cultural: requiere pensar de modo creativo, crítico y colaborativo. Mijaíl Bajtín nos ayuda a reflexionar. Para este conocido lingüista y profesor de San Petersburgo, la palabra no es solo un medio de expresión individual, sino que siempre está en relación con otras palabras, otros enunciados, y con el contexto social en el que se produce. Desde que nacemos, las palabras de otros nos van modelando. Y en cada palabra hay “ecos” de otras voces, de otros discursos, de otras experiencias. Ninguna palabra nace en soledad. Hablamos siempre en diálogo, arrastrando esos ecos de lo que otros dijeron antes. Desde la infancia, vamos habitando el lenguaje como una casa ya amueblada: repetimos, remezclamos, respondemos. El lenguaje es un coro, no un solo.
¿Y la IA?
Exactamente lo mismo. Su funcionamiento se basa en el aprendizaje a partir de millones de textos, frases, datos y discursos humanos. No “piensa” como un genio solitario, sino que procesa voces previas, las cruza, las remezcla. La IA, en ese sentido, también es bajtiniana: habla por ecos, por resonancias, por herencias que no puede —ni pretende— ocultar. Lo que hace no es magia: es conversación entrenada en modelos de contexto.
Frente a los discursos apocalípticos que pintan a la IA como el nuevo Leviatán digital —capaz de quitarnos el trabajo, la lengua y hasta la conciencia— conviene recuperar el humor y la lucidez. La inteligencia artificial no es buena ni mala en sí misma. Como la ruedita. Todo dependerá de qué tan rápido, y con qué sentido, se nos ocurra incorporarla a nuestras valijas culturales, educativas, éticas.
Porque la pregunta no es si la IA, como un Mefistófeles, nos robará el alma. La pregunta, más modesta y urgente, es si sabremos usarla para que nuestras ideas lleguen más lejos… sin rompernos la espalda.
Ojalá no tengamos que esperar otros cinco mil años.