Descansan en paz
Más allá de la época que nos haya tocado, el hombre normalmente cumple con determinados ritos y acude a determinadas celebraciones para honrar esto o aquello.
Hay quienes van a la cancha, al teatro o una vernissage, o quienes confían en la repetición de una palabra para que algo suceda o se parten de angustia cuando alguien grita un gol anticipadamente.
Pero, al mismo tiempo de decirnos cristianos, nos resulta dramático privilegiar la asistencia a la Misa dominical por sobre un clásico deportivo. La vida se nos escurre en una agenda intensísima de series televisivas, trabajo, deporte, etc., mientras desatendemos a las cuestiones realmente trascendentes de la vida; y de la muerte.
Vivimos inmersos en una cultura que niega a la muerte; que valora el placer sobre la entrega, la comodidad por sobre el esfuerzo y las modas mundanas por sobre la trascendencia.
Su credo menosprecia toda referencia a los ritos funerarios o al descanso final de los cuerpos, como si se tratara de una impostura.
“¡Oh, muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo entre sus bienes, paro el varón despreocupado que prospera en todo y que todavía es capaz de gozar de los placeres!” (Eclesiástico 41,1)!
De hecho, es impensable que la vida pueda estar sujeta a ser entregada en martirologio o por una causa mayor, aunque sean miles de miles los que la pierdan en tontas competencias de redes, por una selfie en un acantilado o simplemente enviciadas.
En un mundo vano y hedonista resulta incomprensible la actitud de la madre de los macabeos. “Se inclinó sobre él (sobre el último de sus hijos que sufrían el martirio) y, burlándose del cruel tirano, le dijo en su lengua patria: ‘Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crie y te eduqué -y te alimenté- hasta la edad que tienes. Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo creó Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo; antes bien, mostrate digno de tus hermanos, acepta a la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia’ ” (2 macabeos 7, 27-29).
Es que para los cristianos la vida es un camino de perfeccionamiento para pulir todo aquello que nos ata a la tierra y nos impide elevarnos para dar mayor gloria a Dios. Pero, dado que somos naturaleza caída, no llegamos al término de nuestras vidas en las mejores condiciones de elevación y necesitamos de la oración de nuestros hermanos vivos para correr el velo que nos impide ver el rostro del Señor.
Desde antiguo, el hombre siente la necesidad de honrar a los muertos y mayoritariamente optó por enterrarlos. En las primeras páginas de la Biblia el propio Dios le dice a Adán: “hasta que vuelvas al suelo, porque de él fuiste tomado, porque eres polvo y al polvo volverás (Gen 3,19).
También Abraham gestiona la compra de una cueva para enterrar a Sara y dedica el capítulo 23 del Génesis a relatar tales circunstancias con lujo de detalle para enseñanza de la posteridad. Asimismo, Jacob es enterrado en esa misma propiedad sepulcral por sus hijos (Génesis 49,29- 50).
Con el objeto de abundar, Tobit introduce a su hijo, entre los principales deberes, en la importancia de darle digna sepultura (Tobías 4,3) y de esparcir “tu pan sobre la tumba de los justos” (Tobías 4,17), y, en el Eclesiástico (38,16-24) el Sirácida recomienda llorar y hacer duelo por los muertos “pero luego consuélate de tu tristeza, porque la tristeza lleva a la muerte”.
Pero es el propio Jesús quien acude al sepulcro de su amigo Lázaro, aun desafiando a los judíos que lo buscaban para matarlo, para resucitarlo (Juan 11,17). El mismo fue sepultado según todos los ritos de su tiempo, a pesar de que en tres días iba a resucitar en cuerpo y alma, y abandonar el lugar (Juan 19, 38-42).

San Pablo nos explica el entierro con una metáfora agrícola al referirse a la resurrección (1 Corintios 15). El entierro es una siembra. “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…” (1 Cor 15:35-37). Luego especifica en los versículos 42-44 que “se siembra en corrupción, resucita en incorrupción (…); se siembra en ignominia, resucita en gloria (…) se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual”.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que “las exequias expresan el carácter pascual de la muerte cristiana” (1685). “La muerte de un miembro de la comunidad (un aniversario o el séptimo o cuadragésimo día) es un acontecimiento que debe hacer superar las perspectivas de este mundo y atraer a los fieles a las verdaderas perspectivas de la Fe en Cristo resucitado” (1687). “…La familia del difunto aprende a vivir en comunión con quien se durmió en el Señor, comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él” (1689).
En los últimos tiempos se difundió la costumbre de cremar los cadáveres, que la Iglesia no recomienda porque no es lo que enseñó Jesús y porque somos templos del Espíritu Santo, pero desde 2016 tampoco lo prohíbe; en cambio, no admite esparcir las cenizas al viento, el campo o el mar, por considerarse una práctica panteísta al confundirse con el culto a la naturaleza o a la madre tierra, ni a guardarlas en otro lugar que no sea sagrado, como un cinerario de Iglesia o en un cementerio, en donde se le puedan celebrar misas y en donde la comunidad rezará por él, individualmente concebido.
Es bueno saber todas estas cosas para evitar el pecado de omisión. Para hacernos cargo. Dice el Señor: “Mi pueblo se va muriendo por falta de conocimiento. Por haber rechazado el conocimiento, yo te rechazaré de mi sacerdocio; por haber olvidado la ley de tu Dios, yo me olvidaré de tus hijos. Cuantos más son, más me ofenden…” (Oseas 4, 6-7).
No puede costar tanto honrar los ritos y las celebraciones, especialmente si consideramos los esfuerzos que hacemos por trámites de otra naturaleza mejor vistos por la sociedad.
