Este artículo es parte de una serie de 3 notas escritas por el autor. Leé más en el final de esta nota.
Hasta hace 80 años, Argentina era un país de primer nivel y generaba trabajo no sólo para su población, sino que recibía inmigrantes (en su mayoría, europeos). Desde aquel tiempo fue perdiendo peso relativo frente al resto del mundo y en particular con relación a los países más desarrollados: la participación argentina en el comercio mundial pasó del 3% al 0,3%.
Tengamos en cuenta que cuando nuestra generación cursaba sus estudios secundarios, el mundo de la posguerra venía creciendo muy rápido. No era el caso de Argentina y en ese contexto, por primera vez en el país se decide crear una carrera de Administración de Empresas, surgida de la inquietud de un grupo de jóvenes de la Acción Católica Argentina. En 1958 y de común acuerdo con la Iglesia Argentina, se propone no sólo ofrecer una formación en macroeconomía sino también en las técnicas y conocimientos de la gestión de la empresa. En esa concreción, varios académicos tuvieron que ver con esto: Carlos Moyano Llerena, Santiago de Estrada, Cayetano Licciardo, entre otros.
Quiero destacar que el primer tesorero de la recientemente creada Universidad Católica Argentina (UCA) fue Enrique Shaw (*), hoy venerable y en camino a la canonización. Lo novedoso de esa carrera, es que cursábamos materias que a primera vista no parecían tener que ver con la administración de empresas: Teología, Filosofía, y por supuesto otras que sí eran tradicionales, como Relaciones Laborales, Contabilidad Superior (dictada por mi padre), Comercialización, Relaciones Públicas, Dirección y Control Económico, entre otras. Todo esto estaba destinado a formar y promover jóvenes que tuvieran vocación por el emprendimiento y la gestión, con todas las responsabilidades que eso conlleva, integrando la Fe con la empresa.
Unos años antes, en 1952, Enrique Shaw también acompañado por varios de aquellos profesores de la UCA y otros empresarios, habían fundado la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), con el asesoramiento doctrinal del Padre Manuel Moledo. ACDE fue generando también un espacio para que egresados de la UCA o de otras universidades, encontraran un espacio para el debate, una permanente actualización en la Fe y el conocimiento profesional. Esto, en un contexto sumamente complejo, con reglas cambiantes, pero con la preocupación de crecer espiritualmente y al mismo tiempo, defender no sólo libertad y el riesgo para emprender, sino también generar trabajo “del bueno”. En ese contexto, siempre continuó la relación, en algunos momentos más cercana que otros, con la dirigencia de la Iglesia. En 1988 murió el Padre Moledo y el Padre Rafael Braun tomó su lugar.
Frecuentemente los empresarios cristianos sentimos que buena parte de la sociedad no termina de comprender el rol genuino del empresario como generador de riqueza y de trabajo. En los últimos años, encíclicas como Centesimus annus (1991) y Caritas in veritate (2009) reforzaron estos conceptos y afirmaron claramente que la economía de mercado y la economía de empresa son, bajo ciertas condiciones, un camino cierto y válido para que el hombre pueda crecer como cristiano y como ciudadano.
En este punto recomiendo especialmente, los párrafos del 32 al 42 de CA, en los que Juan Pablo II se aparta de una suerte de “tercera posición” entre socialismo y liberalismo extremo para adoptar lo que denomina “economía social de mercado”. El contexto es una época inmediatamente posterior a la caída del muro de Berlín y la certificación del rotundo fracaso del modelo económico comunista.
Recientemente, la Iglesia reconoció, con más claridad, la noble vocación del empresario. Arranca esa vocación como un don recibido y luego profundiza en cómo debe usarse ese don, no mirando para otro lado, sino ejerciéndolo con todo lo que implica.
En CA, hay una referencia muy concreta a la necesidad de condiciones favorables para la inversión y la generación de nuevas empresas. Debemos reconocer que, en el caso argentino, desde hace 80/90 años, por lo general no se dieron dichas condiciones necesarias.
Siempre se habló de la enorme riqueza de este país: son pocos los que disponen de semejante dotación de recursos. Sin embargo, la performance argentina como fue muy pobre. Esto ha sido, en buena medida, porque no existieron condiciones favorables para la inversión de largo plazo: inseguridad, física y jurídica; imprevisibilidad en las reglas; creciente intervencionismo estatal y excesiva burocracia; corrupción; pobre educación; legislación laboral obsoleta, altísima presión impositiva y aislamiento del mundo. Evidentemente, con dichos recursos no basta. Argentina falló en sus Instituciones (justicia, seguridad, educación, moneda etc.), que hacen que no sea atractiva la inversión de largo plazo. Sin duda hay responsables en mayor o menor medida y básicamente tiene que ver con la política y demás dirigencias. Voy a mencionar acá también el libro de Martín Lagos y Juan Llach – El país de las desmesuras – y voy a señalar algunas que, sin duda, ahuyentaron la inversión genuina, tanto local como extranjera. Y también cabe remarcar también la responsabilidad de las dirigencias empresarias en todo esto, que en general prefirieron “adaptarse, arreglar, negociar”, buscando la solución de corto por sobre los consensos de largo plazo adhiriendo al argumento de que “es lo que hay”. Un ejemplo concreto es el de los negocios en los que interviene el Estado (obra pública, energía, concesiones), las muy frecuentes irregularidades, así como las intervenciones que, vinculadas con la fijación de precios, con el comercio exterior, las aduanas, los impuestos distorsivos, etc. Todo esto, genera desconfianza, ahuyenta la inversión y genera menos empresas competentes y competitivas. Esto lleva muchos años y pareciera que no podemos aprender de nuestros errores.
Como una muestra, en 1987 cuando vino el papa Juan Pablo II a la Argentina, trató de “levantar el ánimo” de un empresariado deprimido que no invertía y fugaba capitales.
El exministro Roberto Alemann decía que, de todos los factores productivos, el más cobarde es el capital: huye antes que ninguno. Pero en Argentina a la fuga de capitales, se sumó la fuga de talentos, una muestra más de la falta de confianza, más aún en un país con gran disponibilidad de recursos.
Una conclusión
La cantidad y calidad de las empresas son un clarísimo y básico factor de desarrollo, pero es imprescindible crecer con un mínimo de condiciones favorables para su florecimiento.
El desafío de un empresario de verdad es muy grande: Enrique Shaw fue un empresario modelo, también padre de familia y modelo de dirigente cristiano. Puede ser un faro para todos nosotros. Especialmente en un país como la Argentina donde emprender y gestionar es tan difícil.
Una reflexión final: los empresarios y más aún los cristianos, debemos cultivar, a pesar de todo, la virtud de la esperanza. Hay países que lograron cambiar: Irlanda o Portugal hace pocos años, con esfuerzo, pero lo hicieron. Debemos partir de la verdad, hablar con franqueza y llegar a acuerdos o consensos mínimos. Roguemos para que surjan nuevos y mejores liderazgos.
En un artículo que publiqué en La Nación en noviembre de 2012, “En tiempos de tanta confusión, los empresarios tenemos una responsabilidad social como dirigentes: encender las luces altas y ampliar el horizonte, aprendiendo de lo que las dirigencias de otros países, muchos con menos recursos que la Argentina, hicieron por su progreso”. El tiempo pasó, pero los desafíos persisten.