Como esas muecas del destino Mamerto Menapace emprendió su regreso a la casa del Señor a horas de celebrarse el día del periodista. Un monje que tenía el don de la palabra (campechana) y de la escucha. Dos características de la profesión que hoy celebra su día en conmemoración de la primera publicación del diario la Gaceta de Buenos Aires. Pero el corazón me tira más que la profesión por eso quiero recordar a Mamerto a quien tuve la suerte de leerlo primero y conocerlo después. Este cura benedictino con una bibliografía que dejó huella en generaciones tuvo -como dijimos- el don de la escucha con la dosis de palabra justa. Ingresó de niño al monasterio de los Toldos proveniente de una localidad del chaco-santafecino (Malabrigo) y maridó su vida monástica a la pastoral a través de la palabra escrita: “De estilo cálido y cercano, Menapace se destacó por su vasta obra literaria. Supo transmitir el mensaje cristiano con un lenguaje sencillo y lleno de imágenes del campo y la vida cotidiana” según un cable de la agencia de AICA.
Finalizando el colegio Guadalupe, participé de un retiro donde me regalaron un ejemplar del libro “Cuentos Rodados” (publicado en 1983). A mediados del año siguiente, meses después de haber dejado la carrera de derecho en mi desconcierto sobre el futuro profesional, me tope con aquel ejemplar en la biblioteca de mi casa. Con dedicatorias de amigos y compañeros me adentré en ese libro de cuentos hasta llegar a “Morir en Pavada”. Una historia de un pichón que se creía pavo, pero que al final del relato percibe que podía ser cóndor cuando ya era tarde. Ese cuento definió lo que mi corazón dictaba y orienté mi vuelo hacia la comunicación para no morir en la pavada como aquel pichón que miraba al cielo el vuelo alto del cóndor.
Años después, habiendo recorrido un largo camino en la profesión de la comunicación me invitaron a participar de otro retiro, esta vez en el monasterio de los Toldos para vivir -por un fin de semana- la experiencia de compartir desde el alba hasta el anochecer la vida monacal. Pero principalmente para encontrarse con uno mismo desde la contemplación y la mirada interior. Fue hacer una pausa en el vértigo de la vida, casi detener el tiempo, parar la pelota y -en mi caso- un dar gracias por haberme dado cuenta qué tipo de ave sería en los cielos de la profesión. La muerte de Mamerto me trajo al instante aquella charla en su despacho del monasterio, una confesión profunda que terminó con una frase que me descolocó: “Ahora, apoya la mano y carga la SUBE” dijo señalando una enorme cruz de madera que tenía sobre la pared de su escritorio mientras me daba la bendición.
No sólo cargué la SUBE, sino que le di las gracias por aquel cuento que también Dios quiso poner en mi camino en momentos de duda sobre la profesión. Señales que a veces se pasan por alto pero que siempre caminan o están a nuestro lado. Sólo hay que estar atentos para verlas y también para escucharlas.