En una de las notas que trae el libro “Viviendo con alegría”, donde Sara Shaw de Critto recoge notas y testimonios acerca de la vida de Enrique Shaw, se menciona una nota
personal del beato: “Jamás podemos decir que un hombre es malo sin peligro de mentir.
Lo que podemos decir, en caso que sea necesario, es que hizo tal acto malo…”. Las implicancias en el mundo de la gestión de este pensamiento son muy profundas.
En un entorno donde los juicios sobre las personas suelen emitirse con ligereza: “este empleado es malo”; “ese jefe no sirve” …, se nos propone suspender el juicio esencial y asumir una responsabilidad activa. Porque nadie es simplemente malo. Y si lo afirmamos sin matices, corremos el riesgo de mentir.
Claramente no quiere decir que no existen personas con actitudes negativas, con incompetencias o irresponsables. Pero etiquetar esencialmente a alguien como “malo”
(o incluso bueno) nos exime falsamente de intervenir en su proceso.
Aristóteles insistía en que somos lo que hacemos todos los días. Por esa razón la excelencia no consiste en un acto ni en un estado sino en los hábitos. Nadie nace virtuoso o vicioso. Todos estamos en un proceso. De ahí que juzgar a alguien por una acción es, además de contrario a un mandato evangélico expreso, injusto y, sobre todo, estéril.
En el mundo de la gestión esto se vuelve particularmente urgente. ¿Cuántas veces una persona no rinde en un área, florece al ser trasladada en otra? ¿Cuántas veces alguien con bajo compromiso cambia radicalmente cuando se siente valorado? ¿Y cuántas veces un mal desempeño es simplemente el reflejo de un mal liderazgo, de un entorno tóxico o de un equipo que no potencia, sino que aplasta?
Esto no implica negar la libertad individual. A veces una persona elige no esforzarse, no comprometerse o no crecer. Pero incluso en ese caso, el deber del dirigente no es
declarar que es “malo”, sino actuar: motivar, acompañar, reubicar, corregir o incluso despedir.
Despedir a tiempo es también un acto de justicia y de respeto hacia el desarrollo personal y profesional de una persona. Al jefe no le toca ser “bueno” o “malo” sino solamente justo en relación con lo que la empresa, como comunidad de personas, necesita en un momento determinado. Sostener a alguien en un lugar donde no puede desarrollarse daña a la empresa, al equipo e incluso a ella misma. Y, sostener mientras le ponemos etiquetas y juicios morales, es el peor de los escenarios.
El punto de partida debe ser siempre el mismo: ver a la persona como alguien en camino, no como una esencia fija. El empresario, como líder, no está para juzgar almas, sino para generar contextos de desarrollo. Esto implica observar, discernir, intervenir, cuidar, corregir. Y cuando sea necesario, tomar decisiones difíciles con la conciencia en paz.
Este es el sentido también que le da a la empresa la Doctrina Social de la Iglesia al decirnos que la empresa es una comunidad de personas y que su desarrollo no consiste sólo en el crecimiento económico, sino que debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. Toda persona se encuentra en desarrollo y la empresa debe ser un ámbito especialmente propicio a tal fin.
No puede haber verdadera comunidad en la medida que se parta de etiquetas que definan a las personas. Y tampoco lo habrá en la medida que no se corrija lo que daña o interrumpe el proceso colectivo. Quitar el ego y los personalismos del camino puede ser de gran ayuda a este respecto.
Así podremos entender que el juicio sobre las personas es siempre delicado. Entre otras cosas porque lo que decimos a otro puede condenarlo a permanecer donde está, o abrirle una puerta a lo que aún puede llegar a ser.
La ética del liderazgo consiste en no juzgar personas mientras nos hacemos cargo de las conductas, tanto propias como ajenas, con relación a un fin común. No todos encajarán. No todos crecerán. Pero todos merecen ser tratados con la dignidad de quien se encuentra, al igual que quien dirige, en un proceso. Nadie es simplemente malo ni simplemente bueno. Y decirlo, como advirtió Enrique es, en el fondo, dejar de decir la verdad.
