Valores

La vida lograda

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El concepto de “eudaimonía”, comúnmente traducido como “vida buena o felicidad”, ocupa un lugar decisivo tanto en la ética como en la filosofía política de la Grecia clásica, en especial en las obras de Platón y de Aristóteles, e incluso en el posterior estoicismo de Zenón de Citio. Por medio de la “areté” o virtud y del ejercicio de la “frónesis” (“phronesis”), sabiduría práctica o prudencia, los helenos de aquellas “polis” magníficas y de aquellos tiempos intensos y luminosos podían aspirar a ser razonablemente felices, aun a pesar de los casi siempre inescrutables y caprichosos designios de sus lejanas, imperturbables e inconmovibles deidades olímpicas.

Esta concepción de la ética se ha perdido por completo en nuestros tiempos de (pos) modernidad líquida, tan extraordinaria, sutil y elocuentemente caracterizada por Zygmunt Bauman. Por una parte, en tanto que la “areté”, virtud, del latín “vir”, fuerza, exige esfuerzo, valga la redundancia, ya se presagia la dificultad de contar con nosotros, los contemporáneos, para aplicarla y tenerla en cuenta, acostumbrados como estamos más bien a deslizarnos cómoda y sigilosamente por las más diversas y hasta extrañas superficies del mundo, de sus personas, cosas y acontecimientos, sin compromiso ni profundización algunos: todos somos en cierto modo “surfers”, “runners”, skaters”, “bikers”, “bytes”, “tuits”, “posts”, “likes/dislikes”, y hasta en muchos o todos los modos posibles, e increíble y sorprendentemente al mismo tiempo, por qué no atreverse a decirlo.

Por otra parte, en tanto que la “frónesis” exige un ejercicio ponderado de la inteligencia-sobre-la-realidad, tampoco somos los mejores candidatos a ejercitarla, pues preferimos los tiempos acelerados de la prisa y la compulsión, generalmente volcados al consumo, ya sea de los bienes y servicios que tan pródiga (pero en absoluto desinteresadamente) nos ofrece el mercado-mundo, ya sea de los demás, a quienes muy penosamente también terminamos consumiendo y hasta frenéticamente devorando: sus energías, su tiempo, su paciencia, sus emociones, sus amores y vínculos, sus sueños, sus proyectos y, ya que estamos, por qué no también sus recursos de la más diversa índole.  Frente al “eudaimonismo” en absoluto elitista de los antiguos el tiempo presente enarbola una ética utilitarista, en la que se arbitran medios para conseguir fines suprimiendo por completo el imprescindible momento de la deliberación acerca de la bondad de esos medios y de la razonable conveniencia de esos fines. Lo ético es sencillamente lo útil, lo práctico y concreto, lo pragmático y eficiente, tan solo y de manera exclusiva “lo que sirve” para conseguir nuestros propósitos personales o colectivos: importa el “qué”, algo tan necesario como inobjetable, desde luego, quién podría dudarlo, pero no el “cómo” al mismo tiempo; importa el destino y no las peripecias del viaje que a él conducen al peregrino de la tierra de los días.

Por desgracia, en no pocas ocasiones, desde luego muchas más que las imprescindibles y saludables, es precisamente esto lo que ocurre con las decisiones políticas, económicas, sociales, culturales, educativas y hasta sanitarias de quienes nos gobiernan, o lo pretenden, o tal vez tan solo simulan hacerlo (véase si no la muy precaria e improvisada gestión del Covid-19 en la mayor parte del mundo), es decir, y en muy pocas palabras, que el fin terminaría por justificar “siempre” los medios.

Pero de alguna manera, y reivindicando al tan injusta y tristemente denostado Nicolás Maquiavelo por su en realidad magnífico tratado El Príncipe (1513), dedicado al nieto del gran mecenas florentino Lorenzo de Médici, tal vez podría decirse, bastante a contracorriente y de manera tan deliberada como políticamente incorrectísima, que “SÍ es cierto que el fin justifica los medios”, que propiamente y en verdad SÍ les da su “razón de justicia”.

Lo que resulta inmoral e inadmisible es defender argumentalmente que el fin justifique “todos y cualesquiera” de los medios a nuestro alcance o, lo que es mucho peor, pero sobre todo mucho más desgraciado, que se nos imponga por la fuerza, y/o merced al despotismo (ilustrado), y/o por medio de la violencia, “acción sin discurso”, como la llamaba Hannah Arendt, que se nos obligue a ese modo tan tecnocrático como arbitrario, tan estéril como irreflexivo de vincularse con la realidad y con quienes la habitamos haciendo lo que buenamente podemos al respecto, cargados quizás de penas que aun así llevamos con la admirable y conmovedora dignidad de guerreras y guerreros de todos los tiempos. Pero así ocurre con el utilitarismo y de manera muy triste: todos y absolutamente todos los medios están permitidos, fueran cuales fuesen y caiga quien caiga.

Con su habitual, acostumbrada y visionaria lucidez profética ya lo había proclamado el bueno de Nietzsche en “La gaya ciencia” (1882) en una clara continuación radicalizada del pensamiento de Hegel: “Dios ha muerto”, y el no menos bueno de su casi contemporáneo Dostoievski no se anduvo ni lento ni perezoso para anticipar en su novela “Memorias del subsuelo” (1863), también lúcidamente, las muy previsibles, incalculables y, por qué no, devastadoras consecuencias de ese pretencioso certificado de defunción, es decir, que siendo así las cosas habría de sobrevenirnos el más cruel y absoluto nihilismo: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. De hecho, como se ve, es un evidente “anticipo”: el texto de Dostoievski precede en 19 años al del tan genial como controvertido pensador germano, o sea, que si hoy viviese en el mundo de Netflix, don Fiódor vendría a ser un auténtico (y peligrosísimo) “spoiler” de las ideas del porvenir, alguien de quien convendría ocultarse, esconderse, y a quien desde luego mereceríamos bloquear en WhastApp y 4Ever (y en toda otra red social) si todavía aspiramos a (que no nos anticipen) los finales felices de las historias (y de la Historia). Y a que, pese a todo, y pase lo que pase, sigan existiendo esos finales felices (algo en lo que cada vez nos resulta más difícil creer).

En efecto, cuando se trata de conseguir los fines deseados, el utilitarismo no repara en la naturaleza moral de las mediaciones previstas, imprescindibles y necesarias, todas sirven y por igual en la medida en que sean “útiles” o puedan llegar a serlo. Lo único que tal vez merezca y justifique, y hasta explique el risueño, lúdico e infantil calificativo de “inmoral” es todo aquello (y todos aquéllos) que no están (que no estamos) en condiciones de prestar servicio alguno ni de los que resultaría razonable y previsible calcular que serán capaces (que seremos capaces) de ofrecer ventajas o beneficios que valgan la pena a alguien y que a alguien interesen o satisfagan.

La ética utilitarista es la “ética del supra individualismo privado” diagnosticada hace ya bastantes años atrás por Lipovetsky, algo así como una anacrónica versión “reloaded”, pos o tardomoderna, del “Súperhombre” o, quizás todavía mejor, del “Ultrahombre” de Nieztsche, del “Übermensch” tan poética, pero tan cruda y desnudamente también propuesto al mundo por el pensador alemán en su obra “Así habló Zaratustra” (1883-1885), una ética ilimitada e irrestricta del mejor postor, aquel que puede ofrecernos más beneficios y al menor precio, una ética completamente mercantilizada, en la que todo –las personas también, en especial las más vulnerables y menesterosas-, es tratado como mero y simple objeto o artefacto sometido a las descarnadas lógicas mercantiles del intercambio comercial y de la obsolescencia rigurosa e ineluctablemente programada.

Dentro de esta lógica somos convertidos en variables sujetas a ser descartadas, o proscriptas, o incluso, y si fuese necesario, también extraditadas del mundo en común en cualquier momento, y por cualquier razón, y sin que podamos resistirnos a ese proceso inexorable. Una vez que hemos dejado de competir en el “mercado de la mera, simple y vulgar utilidad” estamos irremisiblemente perdidos para el mundo, para los demás y –lo que es mucho peor y más doloroso y decisivo- también para nosotros mismos: no es que no nos quepa el mundo, es más bien que nosotras y nosotros no tenemos cabida ni lugar alguno en ése su espacio. No nos hemos perdido: propiamente hablando, y en el sentido más trágico de la expresión, “estamos perdidos”. Completa y solitariamente perdidos.

Es exactamente lo contrario de “la vida lograda”, de la vida feliz, en la que las personas somos valoradas por nuestra mera, pero al mismo tiempo milagrosa existencia, tan llena de misterio, gracia, magia y prodigio, y no por la intercambiabilidad técnica y materialmente posible.

“¡Qué bueno es que existas!”, exclamaba gozoso el pensador francés Gabriel Marcel, mucho más como un poeta maravillado que como un filósofo, mucho más como niñas y niños temblorosos de emoción en la noche en la que llegan los Reyes Magos que como un estudioso erudito. Sí, definitivamente qué bueno es que existan un mundo y una vida venturosos y compartidos en los que las personas seamos consideradas como bienes frágiles y, por lo tanto, necesitadas de “cuidado” y no susceptibles de “apropiación”; en los que el modo más humano de relación sea la “hospitalidad” y no el “uso y el subsiguiente descarte”; en los que se procure el ejercicio de las virtudes y de la prudencia para deliberar acerca de los medios que pueden usarse y de los fines que aspiramos a conseguir modesta, callada y humildemente. En los que ser feliz no sea el triste y avejentado sinónimo inapelable de estar “arriba” (cuanto más, mejor) y ser “admirados”, sino de estar en el “centro” y ser “tomados en consideración”, ser “absolutamente tenidos en cuenta”: no “ser exitosos (y que otros no lo sean en nuestro privilegiado –y tal vez inmerecido- lugar)” sino “ser felices (y que todos los demás lo sean al mismo tiempo)”.

Es la vida buena, la “eudaimonía”, no la “útil, monótona y gris”, el único camino cierto para “la vida mejor”, para “la vida por la que de verdad vale la pena aventurar-se y asumir con alegría y esperanza riesgos tan inevitables como de resultados tan prometedores”. En afortunadas y luminosas ocasiones el remoto origen etimológico de las palabras es una fuente de profunda sabiduría, un rayo veloz que todo lo ilumina de repente: “eudaimonía” procede del prefijo griego “eu”, “bueno”, y del sustantivo “daimon”, “espíritu”. Tal vez este modo de concebir la felicidad resulte incompatible con los vientos que hoy corren, y vaya si corren, presurosos e inquietos, ni con el “espíritu” de los (nuestros) tiempos, pero quizás justa y precisamente por eso a todos nos iría mucho mejor si ese “daimon” tuviera a bien visitarnos, aunque fuese apenas un poco, con indisimulada melancolía y muy de vez en cuando. Como dice el viejo, y tal vez por eso mismo sabio refrán, “otro gallo nos cantaría a todos”. Y a todas.

Sobre el autor

Carlos Álvarez Teijeiro

Doctor en Comunicación Pública por la Universidad de Navarra (España). Profesor titular de Ética de la Comunicación en la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.

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