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Dos siglos, tres momentos de la Argentina

Escrito por Luis Alberto Romero
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1816, 1916, 2016. Tres siglos, una coincidencia y una pregunta: ¿Hay algo que vincule los tres momentos? Si, sin duda: en los tres casos se cerró una etapa y se anunció un nuevo y esperanzador comienzo.

En 1816 se declaró que las provincias del sur americano dejaban de ser parte del Imperio hispano. La guerra de la independencia había comenzado antes y se prolongó hasta 1825. Para las jóvenes repúblicas hispanoamericanas, surgidas en 1810, las cosas no estaba bien, y la única en pie era la rioplatense. Caído Napoleón, se había establecido el criterio de restaurar los antiguos reinos, y los prudentes aconsejaban postergar la independencia, para no obligar a las potencias europeas a alinearse con España. Pero San Martín, que preparaba su gran hazaña, urgió a hacerlo, y se hizo.

¿Qué se hizo? Declarar la independencia de “las provincias unidas de América del Sud”, una frase ambigua que indicaba las dudas sobre quienes integrarían efectivamente el nuevo Estado: qué pasaría con toda la zona dirigida por Artigas, con las provincias alto peruanas, con el Paraguay. Fue un proyecto abierto, que tardó casi siete décadas en completarse, definir quienes lo integraban, ocupar efectivamente el territorio reclamado y afirmar un Estado capaz de gobernarlo. Todo eso se completó hacia 1880, aunque poco se había avanzado respecto de la formación de una comunidad imaginada: la Nación.

1916 trajo una nueva promesa: una democracia creíble, basada en el voto universal, secreto y obligatorio, que coronaba la construcción de un Estado republicano y presidencialista. En cien años el país era otro: la inmigración masiva había posibilitado un espectacular crecimiento económico, sobre todo en el Litoral, y había configurado una sociedad nueva, que José Luis Romero llamó “aluvial”. Una sociedad integrada, de oportunidades y de una sostenida movilidad, en la que gradualmente se fueron integrando los viejos y los recién llegados. No en todas partes fue igual: el Interior cambió mucho menos y el país tradicional funcionó como contrapeso de la modernidad litoral.

También se construyó la nación, sobre todo por obra del Estado y su extraordinario sistema educativo. Fue un proceso conflictivo, como lo muestra la emergencia del radicalismo, un movimiento nacional y popular triunfante en 1916. Se coincidió en que la nacionalidad debía ser homogénea, como la de las naciones avanzadas, lo que generó debates acerca de cómo se definía esa nacionalidad, quienes quedaban dentro y quienes, aun habitando el país, no eran plenamente argentinos. El debate llega hasta nuestros días.

Hoy: un nuevo comienzo

2016 llega con su promesa: un nuevo gobierno, que deberá reconstruir un país devastado. No es fácil explicar cómo se llegó a eso, luego de un siglo que comenzó con tantas promesas. Hasta la década de 1960, aquel país del Centenario, aunque menos espléndido, todavía podía reconocerse. Los argentinos prefirieron la democracia plebiscitaria y unanimista, basada en un nacionalismo populista. Su consecuencia fue un intenso faccionalismo, que atrajo las intervenciones militares, cada vez más profundas. Pero la economía siguió siendo viable, la sociedad conservó, aunque con crecientes dificultades, su impronta de integración y movilidad y el Estado, aunque cada vez más maniatado por los intereses que lo colonizaban, mantuvo algo de su potencia.

El cambio se produjo a lo largo de la década de 1970 y su resultado fue una transformación profunda de la economía, jalonado por crisis devastadoras, una polarización fuerte de la sociedad, en la que se consolidó un sector de pobreza difícil de reintegrar. El país conoció la más terrible dictadura militar pero, inesperadamente, recibió el regalo de tgener, por primera vez, una democracia institucional y pluralista. Pero no llegó a consolidarse, y sigueron dos largos ciclos de gobiernos populistas y autoritarios, que usaron el Estado en beneficio propio y lo dejaron en ruinas. Por eso, el nuevo ciclo trae esperanzas modestas: reconstruir el país y volver a una honesta normalidad, que será la base para proyectar un futuro distinto. Una situación tan incierta y prometedora como la de 1816.

Sobre el autor

Luis Alberto Romero

Profesor de Historia (UBA). Dicta cursos de posgrado en la Universidad Torcuato Di Tella y en FLACSO. Dirige la colección “Historia y Cultura” de Siglo Veintiuno Editores de Argentina. Integra el Consejo de Administración de la Fundación Universidad de San Andrés y el Club Político Argentino.

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1 comentario

  • En tiempos en que se pretende negar y ocultar la Historia, es oportuno remontarse hasta los orígenes para comprender que nos sucedió. Descendemos de mezcla de bajas clases españolas con indígenas atrasados americanos. Muy tardíamente se crea el Virreynato del río de la Plata. El relato «tremendista» de Sarmiento refleja la verdad sobre un atraso salvaje. Rosas construye su poder sobre la bestialidad de clases bajas. Posteriores sectores «civilizados» construyen una sociedad burguesa acorde con los avances de la era industrial. Asombran a visitantes que celebran la «Argentina futura potencia» (pero que si hubieran conocidos vastos sectores del interior del pais, que aún se encontraban en estado muy primitivo… hubieran huido despavoridos sin la menor gana de celebrar un futuro promisotio para Argentina). Andando el tiempo, un militar ambicioso y muy observador (Peron, por supuesto) se convierte en causa y consecuencia de migraciones internas y externas De los lugares mas atrasados se emigra a ciudades mejor ubicadas, y de estas a sitios mas avanzados. Mientras que los grupos humanos mas inteligentes y mejor preparados debían irse del pais por causas políticas o económicas. Una penosa sangría que degradaba paulatinamente las mejores posibilidades. Como Argentina no era una isla, no pudo quedar al margen de manejos internacionales, y de los intentos decadentes de sembrar ideologías que llegan hasta nuestros días. Intentos intencionales de embrutecimiento colectivo fructifican exitosamente en las tendencias populistas que nos vienen desde nuestros orígenes. Siempre queda la esperanza de que algo pueda ir revirtiéndose.