Valores

El desafío de la misericordia en la empresa

Escrito por Daniel Díaz
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A partir de la invitación a celebrar un Jubileo que el Papa Francisco nos hiciera a fines del año pasado, la Iglesia se ha adentrado en este año en el misterio de la Misericordia.

Dios se conmueve y compadece ante la miseria del hombre, nos perdona, nos rescata y nos concede vida nueva. Lo hizo en Cristo una vez y para siempre, y además lo actualiza a cada momento en cada uno de nosotros. La alegría que brota de esta experiencia es una invitación permanente al asombro y a la conversión de nuestras propias actitudes y de todo lo que hacemos cotidianamente. Jesús nos dice “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt 5,7).

Vivir misericordiosamente, como verdaderos hijos del Padre del Cielo, es todo un desafío. No nos es fácil ni siquiera en nuestras propias familias o entre los amigos. Pero cuando pensamos en llevarlo al ámbito de nuestra actividad laboral, se nos hace francamente difícil. Hay muchas de las cosas que aprendimos respecto a cómo debe hacerse todo para alcanzar los logros necesarios, que no se llevan bien con la misericordia. Es necesario desarticular muchos preconceptos y prejuicios sobre qué está bien y qué está mal, que sirve y que no, para poder dar el salto hacia la Misericordia.

La dificultad básica con que uno se encuentra es que por lo general, en nuestras organizaciones, no está bien visto mostrarse en las propias miserias entendidas como nuestros límites, errores y pecados. Y donde no hay aceptación de la propia realidad, se construye sobre falsos cimientos. La familia o los amigos estarán siempre mejor dispuestos a dar hospitalidad a la debilidad del otro. Aún cuando no sea sano un sincericidio que exponga sin sentido nuestra intimidad en cualquier ámbito, es claro que la fragilidad es una parte tan irrenunciable de nuestra condición humana, que si no somos capaces de reconocerla y compartirla, irremediablemente caemos en vivir en la apariencia y el ocultamiento.

Asumir que ni yo ni los demás sabemos y podemos hacer todo lo que se nos requiere, que muchas veces no obtenemos los resultados esperados, o que incluso no siempre tomamos las decisiones moralmente correctas, pareciera una obviedad. Y sin embargo, en nuestro modo de vincularnos, solemos partir de estos presupuestos equivocados.

Nos lo revelan las reacciones propias y ajenas. Frustración y temor, decepción y enojo, nos hablan en muchas ocasiones de nuestros erróneos puntos de partida.

El misterio de la Misericordia me abre a profundizar la mirada sobre mí mismo y sobre los demás, a ver lo que Dios ve en cada uno. No somos lo que hacemos, sino que antes que nada somos hijos de Dios, hermanos entre nosotros. Nuestro valor y dignidad no dependen de resultados, nos han sido dados gratuitamente como don. El límite se hace entonces la ocasión de la aceptación, del aprendizaje y del acompañamiento al que está en camino. Cuando es insuperable individualmente, se hace la condición que reclama el trabajo conjunto, en equipo. El error abre a la posibilidad del crecimiento, del desarrollo, de los nuevos caminos. Incluso el pecado es oportunidad si nos impulsa a la conversión y la reconciliación.

Hay una bienaventuranza escondida en la realidad que vivimos cada día. Hay una felicidad profunda y humana en el descubrir que las expectativas y exigencias desmedidas sobre nosotros mismos y sobre los demás esclavizan, sacan de foco y nos hacen perder el sentido profundo de nuestra vida. Hay una honda alegría en el permitirse y permitir a otros mostrarse sin miedo, en el perdón dado y recibido, en las nuevas oportunidades que fortalecen los vínculos. Son los criterios del Reino de Misericordia que Dios nos propone. Y es nuestra misión que éste se vaya construyendo allí donde estamos.

Sobre el autor

Daniel Díaz

Sacerdote de la diócesis de San Isidro. Asesor doctrinal de ACDE.

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