Valores

Un cura, un laico y la santidad

Escrito por Daniel Díaz
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¿Qué es ser santo? Seguramente podríamos buscar algunas definiciones y luego concordar o disentir un poco más o un poco menos con ellas. Sin embargo, toda esa tarea intelectual, probablemente  no aportaría demasiado a nuestra vida. Qué distinto sería esto a la experiencia que hacemos cuando tenemos la gracia de cruzarnos con personas que tienen verdaderos rasgos de santidad. Sus mismas vidas nos interpelan, nos desafían a reconocernos en nuestra realidad más honda y nos animan a hacer grandes cosas. Y por sobre todo, nos convocan a ser mejores seres humanos y verdaderos cristianos.

Recientemente la Iglesia católica canonizó a José Gabriel del Rosario Brochero, un sacerdote que desplegó su ministerio hace un siglo en el noroeste de la provincia de Córdoba. El “cura” Brochero, como la gente solía decirle, entregó su vida en esos parajes olvidados, ayudando al pueblo en todo lo que supo y pudo hacer. En lo espiritual y en lo social, se hizo cargo de sus hermanos y puso todos los medios a su alcance para que tuvieran una vida más digna y más centrada en Dios. Y así, curando, se le fue la vida y recibió la Vida.

Enrique Shaw no fue cura, no al menos en el sentido del sacerdocio ministerial de Brochero. Y aún no fue proclamado santo. Fue marino y empresario, esposo y padre de familia, laico comprometido.  Sus sierras, las recorridas por Brochero pese a cansancios y rodadas con su mula, fueron Cristalería Rigolleau, la familia que formó con su esposa Cecilia, la Acción Católica, ACDE. Muy distintas y al mismo tiempo llenas de coincidencias, cuando uno es capaz de mirar a través del ropaje exterior y las circunstancias diversas.  Será que los hombres  hechos por un mismo Creador podemos cambiar los accidentes, pero no la sustancia de la vida.

El cura y el laico supieron descubrir un llamado, una vocación y asumirlos. Dios había pensado una misión para ellos y ambos sabían que solo serían plenos y felices si emprendían ese camino con todas sus fuerzas, con todo su entusiasmo. Por esto, sus obras en bien de sus hermanos se multiplicaron y quienes las conocemos nos asombramos de su capacidad para llevarlas adelante. Pero no todos eran logros. Muchas veces hubo escollos, incluso de los que parecían infranqueables. No importaba, la meta era clara, hacer el bien a todos y había que seguir adelante siempre. Así lo expresaba Brochero cuando deseaba morir “al pie del cañón, después de haber quemado el último cartucho, confesando y explicando el Evangelio”.

El laico y el cura supieron que las fuerzas para vivir tamaña misión no estaban en ellos mismos. Por eso su vínculo con el Señor se les hizo esencial. No estaban hechos a la medida de las múltiples tareas que se les encomendaban, pero estaban hechos a la medida que Dios los precisaba para ser instrumentos dóciles de su voluntad y su poder. Como decía Shaw: “La empresa nos supera tanto que no tiene proporción con nuestra pequeñez, pero si nos mantenemos fieles a la doctrina del Evangelio, estoy seguro de nuestro éxito. Hasta podría decir que esta desproporción es la que nos da mayor seguridad porque así el éxito está enteramente en manos de Dios.”

A los dos hombres, después de muchas obras, les llegaron los tiempos más duros, los de la enfermedad, los de ver que sus días en la tierra se agotaban. Y sus palabras revelaron entonces la certeza que había animado sus vidas. “Ahora, puestos los aparejos, estoy listo para el viaje”, dijo Brochero. “Para la mayoría de los hombres que temen la muerte, Dios es una abstracción. Para mí constituyó y constituye una realidad más intensa que todas las realidades terrestres, y que dice: ¡Ven! Y le contesto: Habla, Señor, tu siervo te escucha”, dijo Enrique Shaw.

Entregar la vida por los hermanos, reconocerse instrumento del Señor en la propia realidad y saberse peregrino que camina hacia un encuentro pleno con Dios, de eso se trata ser santo,  en mi empresa, en mi familia y en mis distintas actividades. No creo que esta sea una definición demasiado acabada de santidad, pero al menos no brota de libros sino de la experiencia de encuentro con quienes nos invitan a buscar, allí donde estemos, la santidad.  Con ella podremos abrirnos a escuchar esa gran pregunta que nos toca responder cada día: ¿aceptaré hoy esta invitación?

Sobre el autor

Daniel Díaz

Sacerdote de la diócesis de San Isidro. Asesor doctrinal de ACDE.

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