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Es necesario cambiar el discurso del miedo por el de la confianza

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Se dijo de la cuarentena argentina que, si bien es posible montarse en un tigre, mucho más difícil es bajarse. Esta figura metafórica puede aplicarse a la situación planteada por la larga cuarentena que atraviesa el país. Con o sin razón, el Presidente y los gobernadores reivindican que la Argentina muestra una cifra relativamente baja de muertos y de infectados en relación con algunos países de la región. Pero ya existe circulación del virus en las grandes áreas urbanas y su propagación más o menos exponencial es inevitable. Porque no se puede parar el virus a garrotazos, pero tampoco es posible prolongar la cuarentena.

Los récords de contagios están ocurriendo cuando apenas ha transcurrido el primer mes del invierno, por lo que el restablecimiento de la normalidad puede ser problemático. Pero, aun así, es necesario bajarse del tigre; es decir, volver al pleno funcionamiento de la producción, de los servicios, de los poderes del estado y de la administración pública. Y para posibilitar eso, es necesario cambiar el discurso del miedo por el de la prudente confianza, tanto en la conveniencia de volver a la normalidad, como en la capacidad del sistema de salud de curar a los enfermos. 

Sin entrar en el análisis de las intenciones ni en la atribución de responsabilidades, no se puede negar la existencia de un discurso del miedo que caló hondo en la sociedad. Este se basó, primero, en la continua y exagerada presencia pública de los contagios, de las muertes, y de los dramas humanos relacionados. En la Argentina existen muchas causas de mortalidad más importantes, pero –sencillamente- de eso no se habló y esas muertes son invisibles. En segundo lugar, el miedo se transformó en pánico para mucha gente ante la percepción de que el sistema de salud no estaba capacitado para dar una adecuada contención, limitándose a seguir los protocolos aconsejados por la OMS cuya aplicación, en la experiencia de muchos países, ocasionara diversas críticas.

Por otra parte, nunca la autoridad sanitaria fue tan desafiada como en esta ocasión por científicos independientes. Epidemiólogos argentinos cuestionaron la mismísima utilidad de la cuarentena, en tanto que desde la orilla de la Inmunología se criticó a los epidemiólogos en general por ignorar que la población se encuentra parcialmente inmunizada por otras cepas de coronavirus. En tanto, desde la práctica médica, se fueron descubriendo en todo el mundo muchas mejoras a los protocolos “estándar” aconsejados por la OMS. Si bien todo esto puede haber ocasionado desconfianza e influido en el miedo, en general las críticas fueron razonables y fueron señalando políticas y tratamientos alternativos valiosos.

En nuestro caso, y transitando ya un camino –que ni siquiera se ha terminado de diseñar- de retorno a la normalidad, debería transmitirse a la sociedad la confianza, tanto en la conveniencia para todos del levantamiento de la cuarentena, como en la capacidad de nuestro sistema de salud para proporcionar las soluciones que la situación exige. La confianza disiparía el miedo; y de este modo la violencia y las conductas antijurídicas carecerían de atenuantes. Naturalmente, no se trata de un mero cambio de chip o de narrativa, sino de mejorar concretamente dos cuestiones claves: una comunicación veraz que reduzca el problema a su verdadera dimensión; y la mejora sustancial en la atención de los casos sintomáticos. Es que, en la verdad científica y en las conductas ejemplares, es donde puede fundarse una verdadera confianza.  Me voy a referir a dos experiencias cercanas, que indican que el cambio es posible. 

Italia, que aprendió de sus errores y Uruguay, que aprendió de los errores ajenos.

Después de estudiar autopsias, los italianos determinaron que el virus –en sus manifestaciones severas- afecta la sangre causando anoxia, suscita una respuesta desproporcionada del sistema inmunológico, que a su vez produce coagulación intravascular diseminada, cuyo desarrollo termina colapsando principalmente los pulmones. Ante eso, modificaron –con éxito- los tratamientos recurriendo a fármacos muy conocidos para controlar aquellos efectos (anoxia, inflamación, trombosis) que son –en definitiva- los que llevan a las complicaciones y en algunos casos, a la muerte. Por otra parte, establecieron protocolos para tratar a los pacientes desde el “día uno”, generalmente en la modalidad ambulatoria y domiciliaria, tal como surge de la comunicación científica de expertos que estuvieron en el vórtice de la pandemia en la Lombardía.

El tratamiento temprano tendiente a prevenir, evitar o moderar aquellos efectos que llevan a estados de gravedad, requiere una mejora sustancial en el llamado nivel primario de atención. Esta es la clave del éxito de la experiencia uruguaya. Del otro lado del charco hicieron las cosas bien, generando un estado de confianza en la sociedad y haciendo innecesario imponer cuarentenas. ¿Cómo no va a ser así, si al 5 de julio el gobierno informó que, de 956 casos positivos, tenían 849 personas recuperadas, 28 fallecidos, y de los 79 casos actuales, sólo una persona se encontraba en cuidados intensivos? Los logros se deben al tratamiento temprano y a un primer nivel de atención primaria muy contenedor: articulación de los efectores públicos y privados, con fuerte presencia de médicos de familia, atención domiciliaria, un sistema de emergencia prehospitalario -evitando que en la medida de lo posible que un eventual paciente vaya al hospital- pruebas para casos sospechosos en los propios hogares, en su diseño esencial. ¿Acaso estamos hablando de un país de un nivel de desarrollo y de cultura muy diferente del nuestro?

Brindar proactivamente los tratamientos que dan resultado.

Por resultado debe entenderse que la gente se cure. Se ha repetido hasta el cansancio que no existe un tratamiento específico para la Covid 19. Pero en cambio, prácticamente todos los síntomas –que son los que matan a la gente- pueden ser controlados. Además, existe experiencia en lo que respecta a fármacos que producen condiciones para que el virus no se propague o no tenga capacidad de infectar las células. Porque ya es mucho lo que se conoce del SARS-Cov-2 y de tratamientos y de fármacos accesibles, probados y efectivos. Al fin y al cabo, los fármacos que se utilizan con la bendición de la OMS también son de uso experimental. La sociedad debe tener la seguridad de que la dirección del sistema de salud va a poner a disposición de todos los argentinos los tratamientos que han brindado mejores resultados, dándoles a los médicos la posibilidad de optar fundadamente en función de la situación de cada paciente.

Si bien pueden citarse numerosos fármacos de conocimiento y uso globales, me limitaré a mencionar dos extraordinarias iniciativas argentinas: el suero hiperinmune equino, cuya autorización solucionaría la escasez de plasma de convaleciente, que tanta susceptibilidad causara por favoritismos en su asignación. Y el exitoso tratamiento de nebulización con una molécula modificada de ibuprofeno, dispensado por un aparato específico que es mucho más barato que un respirador, desarrollado por científicos cordobeses. Podemos citar también la proactividad del Hospital Eurnekián, de Ezeiza que utiliza dos exitosos protocolos, uno de prevención, para los profesionales de la salud, y otro de tratamiento para pacientes, la mayoría de los cuales son ambulatorios. Debería ser política de Estado posibilitar que las autorizaciones correspondientes no tengan demoras burocráticas y que los beneficios lleguen a todo el país. En definitiva, puede existir una base real para generar confianza.

En conclusión.

Es indudable que la situación que vivimos toca profundamente los primeros principios de la bioética personalista, el de supremacía de la dignidad humana y el del valor eminente de la vida. También se encuentra implicado el principio de beneficencia para el paciente, en cuanto a posibilitar la disponibilidad del mejor tratamiento. En tal sentido, debe priorizarse la necesidad inmediata del paciente; ante el enfermo, lo primero es curarlo, en tanto que la investigación no debe ni demorar ni menoscabar dicha prioridad. Las normas y criterios de excepción existentes, de ninguna manera pueden menoscabar el derecho al consentimiento informado del paciente, ni el principio de beneficencia, que va de la mano con el deber de los médicos de obrar conforme a su ciencia y conciencia, ni las exigencias básicas vinculadas con la dignidad y derechos humanos de las personas que participan de un proyecto de investigación.

La confianza social se fundará sólidamente en la verdad científica, tanto como en la diligencia y moralidad de los efectores del sistema de salud y de las autoridades en general.

Para ello se debe mejorar en la comunicación, en la contención y en los tratamientos, diluyendo de esta manera el miedo instalado. Ello sin perjuicio de mantener razonables medidas de distanciamiento social y especiales recaudos con los sectores más vulnerables.

Quizás entonces las noticias que prevalezcan en los medios sean que “se baten récords de recuperados”, que “la confianza de la gente en el sistema de salud aumenta sostenidamente”, que “sobran lugares en terapia intensiva”, que “se está cubriendo la demanda postergada de otras patologías”, etc. Pero, claro, también es posible que las autoridades opten por no cambiar la vigencia de la lógica del miedo. En lo inmediato la decisión es de ellas, pero en la República no dejamos de tener todos algún grado de responsabilidad y en su ejercicio, podemos afirmar que nos jugamos el futuro de nuestra sociedad.

Sobre el autor

José Durand Mendioroz

Abogado y docente, colaborador del Centro de Bioética, Persona y Familia, centrodebioetica.org

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