La Argentina es un país que ha perdido lo que yo llamaría su “código ético-jurídico” y, como consecuencia, también se ha quedado sin ningún camino educativo. Nuestra tarea más urgente no es hoy, por tanto, la política ni la economía, sino volver a recuperarlos. Pero, ¿cómo? Las imágenes del trato inhumano y violatorio de los derechos más elementales en Formosa y el increíble aval de esa situación por parte del funcionario nacional supuestamente encargado de velar por los derechos humanos ya no nos sorprenden: tal es el grado de deterioro del código ético-jurídico de nuestra sociedad.
Está claro que este problema no es de hoy: desde el principio de nuestra historia nuestro país estuvo muchas veces a punto de naufragar en el mar de la anarquía, el abuso personalista y corrupto del poder y las formas de violencia más injustas hacia las personas. Pero creo que entre nuestros antepasados y nosotros existía una diferencia no pequeña: en tanto ellos, incluso en medio del caos, reconocían la existencia de un código ético-jurídico básico al cual tarde o temprano sabían que tendrían que someterse, nosotros parecemos navegar a la deriva, sin norte, brújula o código alguno que pueda guiarnos para abrir un camino o al menos una brecha educativa que nos permita salir del aparentemente inacabable proceso de degradación que vive nuestra sociedad.
El gobierno actual me parece en ese sentido malo, mejor dicho, pésimo, porque acelera y profundiza a niveles inverosímiles nuestra caída hacia la anomia, el vacío o la inversión completa de todos los valores que sufrimos. Lo peor es que uno siente, por momentos, que están haciéndolo intencionalmente. Pero no nos engañemos: el cinismo de las actuales autoridades es solo la explicitación, sistematización y exhibición impúdica del cinismo generalizado que hace rato reina en la sociedad argentina, especialmente entre la dirigencia. Este cinismo viene teniendo su traducción práctica en la destrucción deliberada y suicida de todas nuestras tablas ético-jurídicas practicada por todos los gobiernos. El peor ejemplo es sin duda el desprecio de la vida humana -avalada por las más perversas justificaciones ideológicas- ya sea en conflictos pasados pero todavía vivos como el de los setenta, en la indiferencia gubernamental y judicial hacia las vidas arrasadas por la inseguridad o en la sanción bajo presión, aprovechando el clima de desconcierto y ejercicio limitado de las libertades de la pandemia, de una ley que avala lo que nunca aprobaría un código ético-jurídico más o menos universal: priorizar como política de salud la destrucción de las vidas humanas más frágiles e inocentes.
Otro ejemplo de nuestra pasmosa desorientación valorativa constituye la normalización durante décadas de niveles récord de despilfarro y corrupción estatal estructural que ponen a nuestra democracia al borde de colapsar bajo el peso del odio popular que puede llegar a estallar, si algún día la máquina de imprimir dinero dejara de funcionar y exhibiera el espectáculo oprobioso de un Estado casi exclusivamente dedicado a perpetuar en sus cargos a una inmensa y cada vez más inoperante y enriquecida casta estatal y política –asociada a los empresarios y sindicalistas amigos del poder- que vive a expensas del resto del país productivo.
En este contexto, el ciudadano común se siente inerme. Y si es joven -y especialmente si es pobre (aunque al chico rico o de clase media le sucede también algo parecido)- no solo se siente inerme sino también vacío de todo contenido valorativo atractivo, de todo código de conducta, de todo ideal, de toda orientación importante para la vida: algo que nunca ha recibido de aquellos que tendrían que habérselo podido transmitir en sus casas o en su paso por nuestro cada vez más pobre -en conocimientos, experiencias y referentes creíbles- sistema educativo.
Desgraciadamente a una multitud enorme de chicos y jóvenes argentinos les cabe para su destino la imagen trágicómica del “taxi libre” (que tomo prestada del pensador francés Rémi Brague): un taxi que está vacío, que no sabe adónde va, y que puede ser tomado por asalto por cualquiera que pueda pagarlo. Sus pasiones, el dinero, un plan social, una ideología, la droga o la publicidad: cualquier influencia exterior puede tomar hoy al abordaje a nuestros chicos carentes de educación como se toma al abordaje una nave, llevándolos a cualquier lugar menos adónde realmente tendrían el potencial y verdaderamente querrían ir.
¿Cómo enfrentar esta situación sin caer a su vez en el cinismo del que se siente derrotado y quizás piensa, en silencio, para sus adentros: “ya todo da igual, me hundo entonces yo también en la desesperanza y el egoísmo”?
Una salida es, en mi opinión, la que probaron muchas sociedades a lo largo de la historia en medio de la debacle de sus países o civilizaciones: la de desarrollar y cultivar, cada uno a nuestro alrededor, con las personas con las que nace un verdadero encuentro, “amistades” o “fraternidades”. Las pongo entre comillas porque no se trata de las amistades puramente afectivas o espontáneas -las “barras de amigos”- que tanto cultivamos en nuestro país. La amistad en su sentido más elevado moral y social es un vínculo que no se basa solo en la afinidad de dos o más que quieren estar juntos por una simple empatía o por tener algunos gustos comunes (como el fútbol o salir a bailar), sino que es la amistad entre quienes tienen en común, además de esas cosas o junto a ellas, otras “cosas divinas”. En esa clase de amistades existe entre los amigos un ideal alto (el saber, el arte, la justicia social, la fe religiosa o el patriotismo) que los atrae a todos y a cada uno y es, ante todo, ESO los que los lleva a estar juntos de modo desinteresado. En las amistades a las que me refiero no priman los intereses, ni juega rol alguno la atracción sexual, ni el dinero y ni siquiera el gusto de estar juntos resulta lo más importante: sino el ideal, valor o verdad que los amigos tienen en común. Sobre su base nace, finalmente, un “código de vida”, un “método para vivir”, unas “reglas sagradas” a las que los amigos se someten a gusto y que termina siendo para ellos y, a través de ellos, para toda la sociedad, un auténtico camino educativo.
Tal como también señala el recién mencionado Rémi Brague, Aristóteles subraya que, en una sociedad bien organizada, los hombres libres están atados por reglas sobre lo que se debe hacer y lo que no. Pero estas reglas o códigos crecen dentro de una amistad: si se es ciudadano ateniense, su código serán las leyes de la polis que reflejan las del cosmos y que comparte en la amistad cívica con sus conciudadanos; si se es caballero de una orden medieval será el código de honor de su orden de caballería; si se es monje, será la regla monacal (reflejo de la ley divina); si se es japonés será el bushido, el código de los samuráis; si se es chino será el tao; si se es judío, será la Torah cultivada en la amistad de la sinagoga (asamblea); si se es cristiano, será el núcleo evangélico y paulino de los diez mandamientos extraídos como un destilado sintético de la Torah en los que la amistad con Cristo y con los otros creyentes de la comunidad constituye el centro de la fuerza y capacidad de expansión extraordinaria que tuvo durante siglos ese código moral. ¡Y nosotros queremos sobrevivir y prosperar como sociedad sin ningún código y sin cultivar ninguna amistad en donde este código se vuelva fuerte y real! ¡Eso no ocurrió nunca en ninguna sociedad porque es imposible! ¿Cómo pretendemos nosotros lograrlo?
En cierto modo, los hombres libres, los verdaderamente libres, son, paradójicamente, los que están atados: 1) a un valor, a una verdad, a la que se someten voluntariamente, 2) a un código de conducta más o menos concreto que surge de ella, y 3) a la fidelidad hacia los demás miembros de esa amistad (que no es la lealtad en sentido mafioso, que es la caricatura de la auténtica amistad porque solo reconoce el código interno de supervivencia del grupo, y no los valores universales de los grandes códigos culturales que mencionamos).
Como dice Lucas, el chispeante chico de color en la serie Stranger Things: “entre amigos no se permite la mentira”. Difícilmente encontremos en cualquiera de esos códigos milenarios mencionados, nacidos y cultivados en sus orígenes por pequeñas amistades (el núcleo de los primeros compañeros de Buda, los discípulos de Sócrates, los discípulos de Jesús) la autorización para mentir, robar, matar, ser corrupto o traicionar. Pero fue sobre todo el testimonio vital de esas amistades el que otorgó fuerza y capacidad de expansión a esos códigos y permitió la profunda renovación ético-jurídica de muchas sociedades que fueron reemplazando gradualmente los elementos más brutales del Derecho, por otros más elevados y humanos, dando lugar a la mejora social de la Ley, que se expresa, por ejemplo, en los modernos códigos jurídicos constitucionales y en nociones como los derechos humanos de las que todavía seguimos viviendo a pesar de todo.
Mientras que nuestra idea de libertad actual (en nuestro país y también en los países más desarrollados del mundo que sufren también por esto gran decadencia) es la de “hacer lo que se quiere, cuando se quiere, con quien se quiere, como se quiere,” la libertad que nos puede ayudar a salir de esta ruina social es solo la que logremos hacer surgir sometiéndonos a algunos de estos grandes códigos ético-jurídicos de las grandes culturas y cultivando, al mismo tiempo, las amistades concretas que los vuelven vivos. Esto no es un recuerdo nostálgico de otros tiempos ni una fantasía romántica: ¡muchos hoy lo están haciendo y son los que están sosteniendo de modo invisible nuestra sociedad!: un profesor comprometido con un grupo de alumnos (conozco amistades educativas así que duran toda la vida), un médico experimentado con otros médicos jóvenes, un juez que cultiva una amistad formativa con los funcionarios y empleados de su juzgado y ¿por qué no? un político honesto que busca educar a nuevos políticos en círculos de amistad. No hay otro camino, en mi opinión, para volver a los grandes códigos ético-jurídicos milenarios sobre los que se basa cualquier sociedad -en la nuestra siempre fue el decálogo ético judeo-cristiano y el código jurídico laico del derecho natural, los derechos y la Constitución- que volver a cultivar estas pequeñas-grandes amistades.
Aunque en la historia argentina tuvimos -y aun tenemos- muchos malos ejemplos de “amistades” que -al decir de Platón- son en realidad “bandas de ladrones”, nuestra sociedad tuvo también grandes amistades sociales. ¡Cómo no recordar aquellas generaciones del siglo XIX que, a pesar de sus conflictos y diferencias, fueron educadas en los círculos de amistad que se tejían entre el Colegio Nacional de Buenos Aires, la Iglesia de San Ignacio y el Convento de San Francisco, ¡basadas todavía en el gran código ético-jurídico contenido en la Biblia y en la Constitución Argentina! Me parece que es urgente que nosotros, siguiendo su ejemplo, y desde el pequeño-gran entorno de cada uno, cultivemos esas amistades de las cuales puedan nacer nuevos argentinos que vuelvan a hacer grande -o por lo menos digno- a nuestro país.
Excelente! Carlos Hoevel nos marca un realista y esperanzador camino para ayudar a que nuestro pais renazca! Es sembrar aún sabiendo que es una tarea paciente y ardua de muy largo plazo, pero también alegre y plenificante, cuyos frutos probablemente verán recién las generaciones futuras…Pero, dá razones para vivir y
es urgente comenzar a transitarlo!
Que buena este concepto de amistad social como un instrumento de aporte para una vida en la ley y en el mejoramiento educativo. Que instrumento nos ofrece nuestra Constitucuion para obtener importantes frutos de la amistad social de los ciudadanos argentinos? Los partidos politicos, cuya importancia es apenas reconocida socialmente hoy, y que han sufrido un largo proceso de menoscabo, cuando recien empezaba su desarrollo. Este es el sitio que mas necesitamos hoy para lograr los frutos de esa amistad social que definio tan bien C. Hoevel.