En estos tiempos los medios de comunicación insisten, entre otras, en dos noticias: la creciente inflación —y la discusión sobre su coyunturalidad o su estructuralidad— y la cercanía de las Navidades —y la posibilidad de medidas o restricciones ante la nueva ola de la pandemia por coronavirus—. Y al hilo de ambas noticias se me ocurría rastrear el vínculo que las une, porque siempre hay un hilo que une todo con todo: ese es la condición de relatividad, en el mejor sentido de la palabra, propia de nuestro mundo: todo se relaciona con todo; sólo es cuestión de buscar el hilo adecuado.
Así, se puede aplicar el concepto de inflación a la Navidad tal y como se vive en este Occidente nuestro del arranque del tercer milenio. De los cinco significados que da el Diccionario de la RAE a la voz “inflación”, hay tres que vienen muy al caso: “Engreimiento y vanidad” es la primera entrada; “Abundancia excesiva”, la segunda y; por fin, la acepción propiamente económica: “Elevación del nivel general de precios”. Desde hace muchos decenios, la Navidad va de la mano inexorablemente de un aumento de los precios, a menudo hasta niveles sencillamente prohibitivos. Es una inflación estacional, lo sabemos, que no desacelera el consumo, porque es precisamente el aumento desenfrenado —y desenfadado— de éste el que la provoca.
La pregunta pertinente es qué hay detrás de ese descontrol del consumo propio de estas fechas. La respuesta evidente es la palabra mágica “celebración”. Consumimos de manera desmedida porque celebramos, lo que nos lleva a nuevas preguntas: ¿qué celebramos?, ¿por qué para celebrar hay que consumir compulsivamente?, ¿se puede celebrar sin consumir o, a lo menos, sin consumir así? La respuesta a estas preguntas, me parece, nos puede llevar a hilar los dos sentidos de la palabra inflación que nos hemos dejado en el tintero con la Navidad. vayamos por partes.
En un mundo postcristiano, como a menudo se describe y como nuestras autoridades —más bien potestades— se empeñan en consagrar, las fiestas que celebramos estos días no pueden estar unidas a la llegada del Hijo de Dios al Mundo, en tanto que, siguiendo el patrón de Gorgias, Dios no existe; si existiese, no podría venir al Mundo; aun si viniese al Mundo, no sería oportuno celebrarlo porque no todos tienen fe y hay que respetar a los no creyentes. Entonces: ¿qué celebrar? No importa, la llegada del invierno, el nuevo año, la fraternidad universal —despojada de todo sentido religioso—, cualquier cosa siempre y cuando se mantenga la tradición: la tradición de consumir, que es lo único válido de la vieja tradición religiosa multisecular, despojada ahora, como hemos dicho, de todo sentido religioso. Quedémonos con lo único que le vale a un Occidente consumista y materialista, la celebración, al margen de lo que sea que celebremos. Gastemos, consumamos, celebremos y, así, de un lado movemos esa gran cadena que es la economía —global, para más señas— y de otra parte escondemos el mensaje profundo de estas fechas y esta celebración.
Enlazamos así, como dijimos, con las otras dos acepciones de la palabra inflación: “abundancia excesiva”, es decir, superflua, sobrante, indeseable, por causa de nuestro “engreimiento y vanidad”. Es esa vanidad, me parece, la clave del asunto: vano significa en primera instancia hueco, vacío. Y esa insustancialidad de nuestra cultura nos lleva a usos superfluos, excesivos, anodinos en el fondo, a esa espuma que crece y crece, pero no alimenta, a esa hipertrofia de anabolizantes en la que vivimos.
Por el contrario, el mensaje verdadero de la Navidad es el de la humildad: todo un Dios, pleno de poder y gloria, se hace presente en la pobreza, se abaja, se hace lo mínimo: un bebé indefenso. Ante un bebé nadie tiene miedo, nadie siente rechazo, nadie siente envidia, amenaza, rechazo, nadie se siente menospreciado o inferior. Nadie salvo Herodes, claro, y la postcultura del Occidente moribundo. Dios se hace pequeño para que no nos cueste arrodillarnos ante él: abajarse a hacer cucamonas a un bebé no sale sólo, no supone humillación para nadie y, sin embargo, nos hace humildes, nos devuelve a nuestra fragilidad y vulnerabilidad, nos hace niños de nuevo. Ante ese milagro sólo cabe adorar, que quiere decir literalmente llevarse las manos a la boca de asombro y admiración.
Esa es la actitud de los Magos, que eran los sabios, los intelectuales de entonces. Hoy, como ayer, nuestra tarea sigue siendo el servicio honesto, comprometido y humilde a la Verdad. La actual inflación del mercado puede ser un buen recordatorio de lo importante de estas fechas: no es la espuma, es un Niño.
*Publicación original del Instituto Empresa y Humanismo, de la Universidad de Navarra.
muy bueno. Creo que es un articuko que pone las cosas en su lugar. En muchas familias, la actitud de un regalo sencillo que demuestre un gesto como el de los reyes magos, se convierte en uba demostracion de superioridad o envidia